Por ridículas que fuesen las declaraciones iniciales de algunos dirigentes del PP, que parecían no querer saber quién era y es Luis Bárcenas, más patéticas resultan las de Alfredo Pérez Rubalcaba utilizando este asunto para presentar al PSOE poco menos que como el partido adalid de la ética pública, ajeno a cualquier caso de corrupción. "No todos los partidos somos iguales", se ha atrevido a decir. "En el PSOE no hay un solo euro negro, ni cuentas en B, ni comisiones ilegales". "Hace muchos, muchos años, que el Partido Socialista aprendió la lección y no la olvidamos".
No hace falta remontarse a los tiempos de Filesa. Todos somos conscientes de los muchos casos de corrupción en que sigue inmerso el PSOE, sin que ninguno de sus máximos responsables haya decidido dimitir. Ahí está el escándalo de los ERE en Andalucía, corrupción mucho más grave que la que destila el caso Bárcenas, en el que se malversaron cientos de millones de euros de fondos públicos, no hace tanto tiempo. Ahí está también el caso, menos grave pero mucho más reciente, de la concesión de contratos a dedo a familiares y allegados de dirigentes del PSOE por parte de la Fundación Ideas, receptora en los dos últimos años de 3,5 millones de euros en subvenciones.
Para la portavoz del PSOE, Soraya Rodriguez, es absolutamente "normal" que los partidos trabajen con personas "afines a su ideología", por lo que ha considerado que esos contratos "no son sólo legales, sino también morales".
Pues bien. Con total independencia de que las facturas que se han descubierto –absolutamente disparatadas– pudiesen no obedecer a desembolsos ficticios con los que pagar sobresueldos a algunos o financiar al partido, la Ley General de Subvenciones es tajante al prohibir expresamente, en su artículo 29.7.d, subcontratar con "personas o entidades vinculadas con el beneficiario" trabajos o encargos que hayan sido objeto de subvención pública. Y aun en el caso de no estar tampoco en este caso delictivo, es evidente que el hecho de que un organismo que recibe dinero del contribuyente malgaste sus propios recursos contratando a personas por el mero hecho de ser parientes de sus altos cargos supone cualquier cosa menos un ejemplo de moralidad pública.
Nada más lejos de nuestra intención que pretender tapar la corrupción de unos con la de los otros, ni hacer creer que todos los políticos son iguales. Lo que pretendemos denunciar, por el contrario, es que la corrupción es un problema tan grave como extendido, que perjudica a toda la sociedad, incluidos los muchos políticos honrados que hay en todos los partidos. Junto a la falta de honradez y de resortes morales de los individuos que se corrompen, hay en España todo un marco estructural que multiplica las tentaciones de corromperse. Así, la falta de fiscalidad, de transparencia y de control del gasto público y de la financiación de los partidos, la excesiva discrecionalidad otorgada a un poder político cada vez más intervencionista y, sobre todo, la falta de división de poderes, por la que los políticos designan a los miembros del poder judicial que ha de juzgarlos, son factores que abonan el terreno en provecho de los corruptos.
Y esto no parecen querer cambiarlo ni el PSOE, que proclamó la muerte de Montesquieu, ni el PP, que no ha hecho otra cosa que lanzar tierra sobre su cadáver.