La victoria aplastante del partido de Alexis Tsipras en las elecciones griegas se convierte en un importante factor de inestabilidad en el seno de la Unión Europea por el radicalismo de sus propuestas y sus afanes populistas. Syriza va a gobernar Grecia porque así lo han querido los electores griegos, sometidos a los rigores de una recesión económica brutal y desencantados con los partidos clásicos por la ineptitud de su gestión y la corrupción de sus dirigentes. Lo que está por ver es si la asunción de estas nuevas responsabilidades hace que Tsipras se replantee el cariz delirante de sus propuestas o, por el contrario, decide llevar adelante su programa suicida, con los graves efectos que tendría para toda la Zona Euro.
El líder de Syriza ha prometido acabar con las presuntas políticas de austeridad del anterior Gobierno, a pesar de que los niveles de gasto público, endeudamiento y déficit acumulado siguen siendo de los más elevados de toda Europa. Paralelamente, Tsipras ha prometido desembarazarse de las obligaciones contraídas por el Estado griego, necesarias para mantener todos estos años una maquinaria pública disparatada, y amenaza con dejar de pagar una parte nada desdeñable de los préstamos concedidos en el pasado. Lo primero es una falsedad que la izquierda europea esgrime para justificar su desaforado estatismo. Lo segundo, una violación flagrante de los acuerdos válidamente adoptados por un Estado soberano, un ataque a la esencia de misma de la Unión Europea y una deslealtad hacia los que han puesto su dinero a disposición del Tesoro heleno que, de ser tolerada, supondría un gravísimo aliciente para los movimientos totalitarios que pugnan en otros países por llegar también al poder.
Grecia ha dilapidado 320.000 millones, recibidos para evitar la quiebra del país, y la primera responsabilidad de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional es garantizar que, con la flexibilidad que se considere oportuna, los prestatarios no se vean menoscabados en su derecho a recibir lo pactado libremente en su día.
Syriza contará en esta etapa de Gobierno con los 13 diputados del partido derechista Anel, cuyo presidente acusó recientemente a los judíos de disfrutar de privilegios fiscales intolerables, una afirmación que fue tajantemente desmentida a renglón seguido por los portavoces del Gobierno. En los foros políticos y mediáticos parece haber sorprendido que un partido de extrema izquierda como Syriza llegue a un acuerdo de Gobierno con una formación de extrema derecha. Sin embargo, nada más natural -como hemos señalado siempre en Libertad Digital- que los extremos del arco político confluyan en la manera de hacer frente a las cuestiones de mayor calado. En su aversión a la libertad.
En el caso griego, la oposición a la racionalización presupuestaria impuesta por la Troika (BCE, FMI y la Comisión Europea) y el rechazo a las medidas de liberalización de su esclerótica economía son la argamasa que ha soldado esa alianza. La satisfacción con la que partidos ultraderechistas y ultraizquierdistas de todo el continente han saludado la victoria de Syriza y su política de alianzas ratifica, por si fuera necesario, esta confluencia de estrategias y objetivos en los extremos de la política.
La llegada de Syriza al poder en Grecia es un riesgo para la estabilidad de la Unión Europea y, a la vez, una oportunidad para que los electores de otros países vean cómo se desenvuelven los partidos antisistema cuando llegan al Gobierno en un país democrático. Pero las elecciones griegas del pasado domingo encierran también una enseñanza dirigida particularmente a los dos partidos nacionales españoles y una seria advertencia al PSOE. El tránsito del Pasok de la mayoría absoluta a la irrelevancia parlamentaria en sólo cinco años es un aviso en toda regla que los socialistas españoles harían bien en analizar con la máxima atención.