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EDITORIAL

El Plan E de Obama, tan absurdo como el de ZP

Las consecuencias de su aplicación práctica van a suponer un lastre añadido que acabarán pagando en mayor medida las clases menos pudientes, precisamente aquellas que los líderes "de progreso" dicen defender.

Las recetas keynesianas para salir de la crisis siguen siendo populares a uno y otro lado del Atlántico, a pesar de su probada ineficacia para solventar los problemas de una economía desarrollada. Es más, no sólo no solucionan los graves problemas a que se enfrenta la economía global sino que los empeoran, expandiendo el desequilibrio de las cuentas públicas que es precisamente una de las principales dificultades para que un país deje atrás un periodo recesivo como el que vivimos.

La expansión del gasto público es muy del gusto de los políticos porque les permite una mayor capacidad de decisión en aspectos que deberían quedar a criterio de los agentes sociales de forma individual. Obama, progresista al fin y al cabo, no iba a ser el primer socialdemócrata que pusiera en cuestión la creencia de que es el Estado, aumentando exponencialmente el gasto público, el que debe estimular artificialmente la economía para reactivarla aun a coste de endeudar a las generaciones futuras a un ritmo insostenible.

Con la última decisión del presidente norteamericano, que esta semana decidió incrementar el gasto estatal en 50.000 millones de dólares para infraestructuras, el dinero público inyectado en los últimos dos años y medio a la economía de los EEUU asciende a más de 1,3 billones de dólares. A pesar de semejante esfuerzo, que lastrará a los ciudadanos norteamericanos durante décadas, ni el paro se ha reducido –todo lo contrario– ni sus efectos sobre el Producto Interior Bruto han sido apreciables hasta el momento.

Mas lejos de constatar el error cometido y rectificar, Obama ha preferido insistir en una vía de probada ineficacia que va a suponer una dificultad añadida para la recuperación económica a imagen y semejanza de Roosevelt en la Gran Depresión, cuyo vasto programa de gasto público, –por cierto, inferior al de Obama–, tuvo como principal consecuencia el retraso en más de una década de la salida de la crisis.

Las consecuencias de la aplicación práctica de esta ofensiva estatista de Obama van a suponer un lastre añadido que acabarán pagando en mayor medida las clases menos pudientes, precisamente aquellas a las que los líderes "de progreso" dicen defender. Y es que, puestos a elegir entre la racionalidad y el sectarismo, la izquierda siempre se decide por lo segundo a cualquier coste. Todo con tal de impedir que la realidad les estropee un dogma, aunque sea uno tan apolillado como el keynesianismo.

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