Se ha extendido la opinión de que el Gobierno de Zapatero es un gabinete oportunista e incompetente que carece de dirección y rumbo. Sin embargo, lo cierto es que el PSOE zapaterista sí posee un marcado objetivo ideológico que sólo el intenso desgaste de la crisis económica ha logrado frenar parcialmente.
Desde un comienzo, los socialistas han tenido muy claro que su propósito era el de debilitar los vínculos de carácter privado que unen a la sociedad para sustituirlos por otros de carácter estatal que pudieran manejar y someter más fácilmente. Así, se ha atacado a instituciones tradicionales como la familia, el Ejército, la Iglesia o la idea misma de nación y se ha buscado el enfrentamiento y la división entre los ciudadanos (la última vez hace pocos días a cuenta de la exhortación a la delación de los fumadores).
El resultado de tales intervenciones ha sido una sociedad civil debilitada cuyas libertades pueden ser violentadas y cercenadas sin apenas oposición popular. Es en este contexto de una nueva vuelta de tuerca de planificación social liberticida en el que se inserta la Ley Integral de Igualdad de Trato y No Discriminación que presentó ayer Leire Pajín. Sería un error pensar que este tipo de iniciativas cumplen la función de una cortina de humo ante la crisis, pues, como decimos, no son la anécdota, sino la categoría de la acción de gobierno del PSOE.
La propia ministra de Sanidad ha reconocido que la finalidad de esta ley es "construir una sociedad que no humille a nadie". Sencilla fórmula en la que se reconocen dos rasgos propios de todo abuso estatista del poder: el colectivismo y el constructivismo. Lo primero porque presupone falsamente que es 'la' sociedad la que humilla a alguien, y lo segundo porque el acto de humillar podrá parecernos reprobable desde un punto de vista moral, pero no debería ser materia de sanción o regulación, salvo cuando esa discriminación vaya acompañada de violencia o incitación a la misma (esto es, por genuinas violaciones de derechos humanos).
Y si el hecho de que el Estado se ponga a perseguir actitudes que, en su caso, sólo deberían ser censuradas en el ámbito privado ya resulta una agresión a la libertad, tanto más lo es cuando los medios empleados para implementarlo también violan derechos tan básicos como la tutela judicial o la presunción de inocencia. Así, con tal de facilitar que cualquier sentimiento, fundado o no, de discriminación sea objeto de fiscalización, Pajín, por un lado, ha instaurado la prueba diabólica –la presunción de culpabilidad– propia de la Inquisición: es decir, la carga de la prueba recaerá sobre cualquier persona que sea acusada de haber discriminado a otra. Se asume, por tanto, que lo natural es que cualquier individuo discrimine y que tenga que ser castigado y "reeducado" por el Estado.
Por otro, la ley extiende y generaliza de tal manera las causas de discriminación –discriminación por asociación, error, múltiple, acaso discriminatorio...–, como para que casi cualquier comportamiento pueda ser sospechoso de discriminación. Es decir, no sólo se presume la discriminación allí donde ésta se denuncia, sino que se presume para casi cualquier comportamiento es discriminador.
Al final, que nos veamos censurados y reprimidos por hacer un uso legítimo y pacífico de nuestra libertad dependerá de la discrecionalidad del burócrata de turno, de su buena o mala voluntad y de sus prejuicios ideológicos. Un adoquín más en este edificio de inflación legislativa que confunde derechos con servidumbres y que coloca a toda la sociedad dentro del molde ingenieril y visionario de la izquierda autoritaria y antiliberal.