El secretario general de UGT-Andalucía, Francisco Fernández Sevilla, ha anunciado su dimisión este viernes acorralado por el nuevo escándalo de corrupción que, tras ser destapado hace meses por Libertad Digital, se ha ido convirtiendo en una imparable bola de nieve en el que las informaciones sobre el cobro de sobresueldos y comisiones se entremezclan con la falsificación de facturas y el desvío de fondos públicos para sufragar banquetes, fiestas y mariscadas. Lo primero que llama la atención es que el sindicato haya tardado tanto tiempo en ofrecer la dimisión de su máximo responsable regional, a pesar de que algunos medios de comunicación, día sí y día también, han mostrado las vergüenzas ocultas de UGT-A, a cada cual peor.
En este sentido, la firme resistencia de la cúpula ugetista para abrir una investigación interna con el objetivo de depurar las consiguientes responsabilidades políticas y penales, tan sólo es equiparable a su descaro para mirar hacia otro lado, negando la realidad, con tal de mantener a toda cosa sus privilegios institucionales, a base de subvenciones públicas, ayudas y prebendas de todo tipo. Y el principal culpable de esta deleznable actitud no es otro que el secretario general de UGT, Cándido Méndez, ya que durante meses ha apoyado a Fernández Sevilla en su cargo, pese a todas las evidencias que pesaban en su contra. Además, cuando la situación ya era del todo insostenible, Méndez, en un acto de profunda cobardía, ha optado por ponerse de perfil y echar balones fuera, eludiendo cualquier responsabilidad al respecto, como si una corrupción de tal nivel, ejercida de forma sistemática, fuera fruto de un caso aislado y particular. Tras la renuncia de Fernández, Méndez debería ser el próximo en presentar su dimisión por el mero hecho de que un escándalo semejante haya podido tener lugar bajo su dirección.
El problema, sin embargo, es que no es el único. UGT-A también está inmerso en el fraude de los ERE, junto a altos cargos de la Junta de Andalucía, una muestra más de la estrecha e histórica relación de amistad y colaboración existente entre el sindicato y el PSOE a nivel regional. Por desgracia, este tipo de corruptelas no es cuestión de personas concretas sino que forma parte del sistema. El auténtico escándalo no estriba en que un sindicato cometa irregularidades contables, falsifique facturas o desvíe fondos públicos para pagar comidas o regalar maletines a sus afiliados, lo cual es constitutivo de delito, sino en que este tipo de organizaciones sigan disponiendo de carta blanca por parte de las Administraciones Públicas para gestionar el dinero de los contribuyentes.
La Justicia debe investigar hasta sus últimas consecuencias la gravísima trama de corrupción que, poco a poco, se ha ido descubriendo en los últimos meses. Pero, al mismo tiempo, el Gobierno debería aprovechar este escándalo, que tanto hastía a la opinión pública, para poner fin al chanchullo sindical de una vez por todas. Al igual que ha sucedido en otros muchos países europeos, es necesario eliminar por completo todas las subvenciones públicas, de modo que la financiación de los sindicatos dependa, única y exclusivamente, de su capacidad para atraer y mantener afiliados, lo cual, a su vez, dependerá de los servicios que ofrezcan y no del aberrante politiqueo vigente. Y, en segundo término, es necesario reformular el ingente volumen de ayudas públicas destinadas a formación de trabajadores y parados, fuente de la que beben directamente sindicatos y patronal, ya que han demostrado resultar completamente inútiles para la consecución de sus objetivos. En definitiva, acabar con la estructura de sindicatos verticales heredada del franquismo y su particular sistema de financiación pública para que dichas organizaciones trabajen para servir a sus afiliados y no para robar a los contribuyentes.