Desde la retirada de Israel de la franja de Gaza hace más de tres años, esta zona y su población no han dejado de ser utilizadas por Hamás, un grupo terrorista financiado y apoyado por el Gobierno de Irán, para realizar ataques indiscriminados contra Israel. Entre las agresiones más crueles cabe citar las de septiembre de 2007, cuando los islamistas lanzaron proyectiles sobre escuelas judías minutos antes de que se abrieran las aulas, provocando un estado de pánico y terror que será difícil de borrar de la memoria de miles de niños israelíes.
En los últimos años, la respuesta de Israel a estos actos de guerra ha sido especialmente cauta y mesurada. Salvo contadas excepciones, ante las que el Gobierno y la Justicia de ese país han actuado con rigor, no podemos hablar de extralimitación ni de abusos, sino más bien de un cuidado exquisito a la hora de elegir los objetivos de los ataques. Por otra parte, y fiel a los compromisos adquiridos con las autoridades palestinas, el Estado hebreo ha renunciado a la reocupación de los territorios que antes estaban bajo su control con el objetivo de facilitar el pleno autogobierno de los árabes. Sin embargo, no parece que esa política de buena fe y mano tendida haya producido los resultados apetecidos.
La ruptura del alto el fuego por parte de Hamás, coincidente con un mal momento para Irán, cada vez más abrumado por las sanciones económicas y el hundimiento del precio del petróleo, ha provocado una contundente represalia israelí. Cientos de muertos, entre ellos numerosos miembros y varios jefes políticos y militares de Hamás, y la destrucción de varias instalaciones usadas por los terroristas es el saldo inicial de una operación defensiva que en palabras de Ehud Barak, ministro de Defensa de Israel, se extenderá cuanto sea necesario para garantizar la vida y la seguridad de sus ciudadanos. Esta vez el objetivo no es interrumpir el lanzamiento de misiles y morteros contra Israel, sino impedir que estos hechos se repitan en el futuro, un fin lógico y justificado. Rota de forma definitiva la confianza que las autoridades israelíes habían depositado en Hamás, la única opción es acabar de una vez por todas con sus actividades terroristas.
Es muy difícil que los bombardeos no acaben con la vida de personas inocentes, cuyas muertes deben ser lamentadas y sus familias consoladas y auxiliadas. No obstante, el dolor y la conmiseración por estas pérdidas no deben hacernos olvidar el origen de la tragedia: tanto Hamás como los que dentro y fuera de Gaza dan cobertura y legitiman sus atrocidades usan a la población árabe palestina como carne de cañón. Así, las manifestaciones de los terroristas, que se jactan de ser "más fuertes que nunca" y de que "no cederemos" ni "ondearemos la bandera blanca" demuestran el nulo respeto que este grupo de asesinos siente hacia las vidas de quienes dice representar. Cualquier muestra de comprensión hacia ellos no sólo es equivocada, sino que daña las posibilidades de paz y libertad en la zona.
Así las cosas, poco podrán hacer Israel y la comunidad internacional, cuya pasividad raya con frecuencia la desvergüenza, mientras la población árabe palestina no reaccione contra sus verdaderos enemigos, esos fabricantes de miseria y destrucción por doquier en nombre de Alá, y que más parece sirvieran a su contrario. Israel ha ejercido el derecho a la defensa contra sus agresores, que son los mismos de los millones de árabes carentes de los medios y /o la voluntad necesarios para hacerlo también. Un nudo gordiano que sólo ellos pueden desatar.