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EDITORIAL

El dislate de Bergoglio

Ni las ideas más valiosas y universales, como la de libertad, merecen que se persiga violenta o penalmente a aquel que no las comparte.

Las palabras de un papa son escuchadas mucho más allá del ámbito estrictamente suyo, que es, obviamente, el católico. Especialmente después del paso por el Trono de Pedro de dos personajes de la talla de Juan Pablo II y Benedicto XVI, la del máximo representante de la Iglesia católica es una voz que se escucha atentamente en todo el mundo, la voz de alguien que ejerce un liderazgo que va más allá de su papel como líder de una determinada confesión religiosa.

Esta innegable realidad debería haber llevado a Jorge Mario Bergoglio a analizar mucho más profundamente sus ideas sobre la matanza de Charlie Hebdo y sobre la libertad de expresión, ideas que ya expresó en un comunicado de prensa bastante decepcionante y que ha completado en unas declaraciones a los periodistas en el vuelo de vuelta de un viaje pastoral a Sri Lanka que han causado una notable conmoción.

Hay dos elementos que hacen del cristianismo una religión distinta a otras muchas: por un lado, su radical afirmación del valor del individuo –creado a imagen y semejanza de Dios– y de su libertad –pues el hombre es libre hasta para poder pecar–; por otro, su radical rechazo de la violencia: incluso cuando estaría justificada en la legítima defensa, hay que "poner la otra mejilla".

Ambos preceptos no parecen ser muy del agrado de un Francisco que, en lugar de dar el testimonio que se espera de él, ha preferido explicar –y qué delgada es la línea entre la explicación y la justificación cuando hablamos del terrorismo y otros crímenes– la matanza de periodistas en Charlie Hebdo con una imagen poco afortunada: él mismo golpearía a un amigo si éste insultase a su madre.

Más allá de que, desde el ojo por ojo, hemos asumido que la respuesta a una injuria nunca puede ser la violencia, alguien del nivel intelectual que se le presupone a un papa debería entender la diferencia esencial que hay entre ofender a una persona, sea o no su madre, y la ofensa que alguien puede percibir a través de una idea, que es lo que son todas las religiones, por mucho que no sean una idea cualquiera.

Porque las religiones son ideas muy importantes, centrales en la vida de muchísimas personas, a las que, lógicamente, hay que tratar con todo el respeto; pero ni las ideas más valiosas y universales, como la de libertad, merecen que se persiga violenta o penalmente a aquél que no las comparta y haga pública su discrepancia.

Una discrepancia que podrá agradarnos más o menos, parecernos de mejor o peor gusto o hacernos más o menos gracia, pero estas son apreciaciones radicalmente subjetivas, como lo es también la ofensa que pueda causar una caricatura; por tanto, el precio que debemos pagar por la libertad es que, en alguna ocasión, alguien pueda ofendernos o hacer un chiste que nos resulte desagradable.

Defender lo contrario, tal y como ha hecho Bergoglio, no sólo es tener escaso aprecio por la libertad y por los valores –no pocos de ellos cristianos– que han hecho de Occidente un oasis de libertad y prosperidad en la compleja historia del mundo; es que tampoco tiene mucho que ver con lo que hace casi 2.000 años decía el hijo de un carpintero, un judío al que llamaban Jesús: "Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos".

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