Si bien la austeridad y la contención del gasto público deberían ser objetivos esenciales para todas las administraciones públicas, el estudio "El coste del Estado Autonómico", que acaba de publicar la Fundación Progreso y Democracia, deja en evidencia hasta qué punto ese objetivo es prioritariamente exigible a nuestras despilfarradoras comunidades autónomas.
Aunque sus autores insisten en que es sólo una primera aproximación al problema, el estudio mide de una forma muy gráfica y objetiva la eficiencia y eficacia de nuestras administraciones autonómicas, entendiendo por tales conceptos, en primer lugar, la relación entre el presupuesto gestionado por cada comunidad y la parte de ese presupuesto que se dedica a su propio funcionamiento. La eficacia, por su parte, se mediría en función de la relación entre el dinero que cada comunidad autónoma gasta y el desarrollo del PIB de su región.
Tomando como base de referencia, no un ideal teórico sino lo que hacen las tres comunidades más eficientes, el estudio llega a la conclusión de que si todas las comunidades fuesen tan eficientes como ellas en el terreno del gasto corriente y del personal, se podrían ahorrar nada menos que 26.108 millones de euros, es decir un ahorro del 2,6% del PIB nacional obtenido sólo por mejoras de funcionamiento interno.
Los autores del estudio –es importante insistir en ello– ni siquiera reclaman una reducción de servicios públicos, sino que se limitan a poner en evidencia las duplicidades, redundancias y excesos a los que nos ha llevado el Estado de las Autonomías; un despilfarro que explican por la falta de responsabilidad que tienen, ya que nadie analiza ni fiscaliza su funcionamiento.
Aunque los autores proponen una gran reforma que pasa por cambios en la Constitución, pero también por otros aspectos como dotar a la administración central de herramientas para controlar el gasto autonómico o despolitizar los Tribunales de Cuentas, nosotros querríamos señalar además el irresponsable sistema de financiación autonómica como una de los principales causantes del mal funcionamiento de las comunidades. Y es que mientras que las comunidades son "autónomas" para decidir en qué se gastan o malgastan el dinero del contribuyente, no lo son sin embargo para responsabilizarse ante ellos del costo político que supone su recaudación. Así, mientras la administración central debe soportar el coste en términos electorales que implica una política fiscal expansiva, las comunidades autónomas se dedican tan sólo a gastar el dinero que le transfiere la administración central. Así se anulan en la práctica los controles al gasto que sí podría generar una auténtica descentralización liberalizadora y competitiva como la que se daría si cada autonomía fuera la responsable de recaudar aquello que pretende gastar.
Y es que al margen de los controles de cuentas que se pudieran aplicar desde arriba a los gobernantes autonómicos, deberían ser los propios ciudadanos los que al votar –también con los pies– pudieran responsabilizar desde un punto de vista fiscal a sus gobernantes autonómicos.
Esperemos que este estudio contribuya también a cuestionar y corregir un diseño mal planteado de la financiación autonómica, que explica de manera decisiva la triste realidad del exceso de regulación y de gasto en el que se ha convertido este ineficaz e ineficiente Estado de las Autonomías.