Las constituciones en un principio se redactaron para reconocer los derechos de los individuos y miembros de una comunidad política. En el siglo XIX la mayoría de ellas ni siquiera suponían obligaciones jurídicas vinculantes para los poderes públicos porque se asumía que, escritos o no, los derechos de los individuos sólo podían ser respetados en un estado de derecho.
Sin embargo, la creciente intromisión de los poderes públicos y las cada vez más variadas artimañas destinadas a violentar esos derechos hicieron recomendable no sólo dejar constancia expresa e indubitada de cuáles eran esos derechos ciudadanos, sino, en algunas partes, encargar su protección y vigilancia a un tribunal especialmente constituido para ello. La función de un tribunal constitucional debería ser, por consiguiente, conceder amparo ante la violación de esos derechos, ya sea de hecho o de derecho, por parte de los poderes públicos.
En España, sin embargo, hace demasiado tiempo que nuestro Tribunal Constitucional ha hecho dejación de sus funciones. No es de extrañar: un órgano que debía proteger a los ciudadanos de los políticos ha sido copado por cargos electos por los políticos. Se ha pervertido una institución jurídica y se ha terminado transformando en un apéndice político que, como consecuencia, genera sentencias igualmente políticas.
El caso del Estatut no es el primero, pero sí probablemente el más grave por su dilatado proceso de "deliberación" y, sobre todo, por lo escandaloso de la resolución jurídica y lo desastrosas de sus consecuencias futuras. El Constitucional tardó cuatro años en aprobar una sentencia sobre una ley que a todas luces resultaba incompatible con nuestra Carta Magna. Sólo por este simple hecho, ya cabía anticipar que se estaba cocinando una sentencia de tipo político, en la que las amenazas de la De la Vega a la presidenta del tribunal sirvieran para anular las poderosas razones de tipo jurídico que constataban esta incompatibilidad.
Al final, una vez desvelada la sentencia, el resultado ha sido todavía más escandaloso de lo que cabía prever. Como bien han apuntado los magistrados del Constitucional, Vicente Conde y Jorge Rodríguez Zapata, la sentencia sólo es capaz de aceptar la constitucionalidad del Estatut mutando el significado y el espíritu de ese Estatut. Es decir, la sentencia reconoce y argumenta por qué el Estatut es inconstitucional, pero como políticamente se ve obligado a buscarle un encaje en nuestro ordenamiento, modifica el significado de su articulado hasta hacerle decir lo contrario de lo que realmente dice.
Por ejemplo, el artículo 6.2 del Estatut contiene el "deber de conocer el catalán"; el Constitucional interpreta que se trata de un "deber individualizado y exigible", pero sólo "en el ámbito específico de la educación y de las relaciones de sujeción especial a la Administración catalana con sus funcionarios", si bien al mismo tiempo considera que "el castellano no puede dejar de ser también lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza". El deber, pues, queda diluido e irreconocible. ¿Por qué razón, entonces, el Constitucional no ha anulado simple y llanamente ese precepto? La respuesta debería resultar evidente a todo el mundo: por hipotecas políticas.
Pero la función del Constitucional no es ni puede ser la de redactar estatutos u otras leyes orgánicas, sino juzgar si éstas, tal cual han sido publicadas en los respectivos boletines oficiales, contradicen o no la Constitución. Como dice Vicente Conde:
Salvar la constitucionalidad de una Ley recurrida, negando lo que la misma dice, sobre la base de hacerla decir lo que no dice, más que un error, supone, a mi juicio, simultáneamente un modo de abdicación de la estricta función jurisdiccional y de ejercicio de una potestad constitucional que al Tribunal no le corresponde.
Pero no se trata, sólo, de que el Constitucional se extralimite en sus competencias por conveniencias e intereses meramente políticos (salvar a Zapatero de un descrédito todavía mayor). El problema de fondo es que con esta técnica se subvierte la propia Constitución, pues ésta se vuelve en la práctica incapaz de lograr su cometido: que prevalezcan los derechos de los individuos frente a las injerencias de los poderes públicos.
La defensa efectiva de los ciudadanos catalanes (y españoles) estará subordinada al más que previsible colapso que sufrirá el Constitucional ante la avalancha de peticiones de nuevas interpretaciones de leyes y de situaciones de desprotección que se sucederán a esta sentencia política. Pero además, esta enmarañada sentencia difuminará los límites de actuación de la casta política catalana; habituada a vulnerar leyes y sentencias con un mensaje mucho más taxativo, qué no hará con una sentencia "interpretativa" que llega al extremo de trastocar la lógica misma del lenguaje.
A la postre, pues, los políticos consiguen lo que querían: una Constitución y un Estatuto que no suponga un freno a sus ataques a las libertades individuales. Aquí, el politizado Constitucional ha cumplido perfectamente su papel de cooperador necesario en la demolición del estado de derecho.