La Policía francesa puso ayer fin al horror desatado en París con el atentado contra los trabajadores de la revista Charlie Hebdo, acabando con los responsables de la masacre y con el islamista que se había apoderado de un grupo de rehenes en una tienda judía. A pesar de los intentos por preservar la vida de los inocentes involucrados en este tipo de acciones desesperadas de los terroristas -la principal preocupación de las Fuerzas de Seguridad cuando se produce un secuestro de estas características-, lamentablemente varios de ellos murieron también en el asalto al supermercado judío en el que se había atrincherado uno de los yihadistas. Con todo, la firmeza de las autoridades francesas responsables de Interior y la enérgica actuación de las Fuerzas de Seguridad han conseguido acabar con una amenaza evidente para la seguridad de todos los franceses, lo que contribuirá en gran medida a tranquilizar a todo un país que se ha visto sacudido hasta sus cimientos en las últimas cuarenta y ocho horas.
Pero la masacre de París debe constituir un punto de inflexión para que Europa en su conjunto despierte de la modorra multiculturalista que pone en riesgo la vida de sus ciudadanos y amenaza con acabar con sus valores fundacionales. La identidad europea, basada en el fermento judeocristiano, la herencia grecolatina y la Ilustración, es lo que ha permitido que florezcan valores primordiales como la libertad individual y la igualdad de los ciudadanos, sin los cuales no es posible hablar de civilización. Frente a este ideal que ha propiciado un desarrollo científico, cultural y técnico sin parangón en la Historia de la Humanidad, se alzan los defensores de la barbarie islamista, para los cuales la destrucción de los valores occidentales es su única razón de ser. El Islam, de hecho, lleva en sí mismo la esencia de esa incompatibilidad con los principios ilustrados, por más que la fiebre de lo políticamente correcto promovida por la izquierda más palurda considere que decir esta verdad elemental es un gesto intolerable de islamofobia.
Los terroristas no hacen interpretaciones radicales de los textos coránicos porque, de hecho, el libro sagrado de los musulmanes no puede ser interpretado teológicamente sin caer en la herejía. Desde el principio, el Islam fue no sólo una religión destinada al enriquecimiento personal de sus practicantes, sino toda una ideología imperialista para unir a las naciones árabes bajo una sola bandera a la conquista del mundo entero. Los terroristas de filiación islámica, por tanto, no están pervirtiendo las enseñanzas islámicas de para dar rienda suelta a sus instintos sanguinarios, sino cumpliendo los mandatos de su religión como fieles piadosos que son.
Por supuesto no podemos criminalizar a todos los musulmanes, porque eso sería una injusticia impropia de una cultura racional como la nuestra, que defiende el derecho de las minorías a coexistir siempre que se respeten unos mínimos fundamentales. Los creyentes en la fe del Profeta que practican sus enseñanzas a nivel personal y se hayan integrado en las sociedades civilizadas que los han acogido tienen todo el derecho a vivir en paz con sus vecinos y a seguir su religión. Ahora bien, resulta evidente que la propagación irrestricta del Islam en las sociedades occidentales, sin controlar los términos en los que es fomentada esa fe, supone un riesgo inaceptable que las autoridades no pueden permitir ni un minuto más.
En el caso francés, Hollande es el ejemplo de la política fracasada del multiculturalismo llevada a su máxima expresión. Su discurso a la nación gala tras los terribles atentados cometidos en su suelo hace referencia únicamente a la manifestación criminal de los asesinatos, como si detrás de ellos no hubiera un sistema de creencias que justifica y exalta este tipo de atrocidades. Frente a esta rendición moral del jefe del Estado, los franceses tienen el ejemplo de Sarkozy que, acertada y valerosamente, ha puesto el acento en la negación de "la idea misma de civilización y los valores universales de la humanidad" que pone de manifiesto el fenómeno yihadista.
La masacre de París no puede ser archivada como una simple acción terrorista de tres asesinos aislados, sino como la manifestación sangrienta del riesgo al que están sometidas las sociedades occidentales permitiendo la existencia en su seno de grupos radicalizados de una religión que lleva en sí misma un preocupante germen totalitario. Si no se entiende esto, el dolor de la nación francesa no servirá para nada y las víctimas de este acto bárbaro habrán muerto en vano.