El enésimo sainete exterior de Zapatero lleva el nombre de la activista saharaui Aminatu Haidar. El Gobierno se ha metido de cabeza en un problema que le venía de fuera, lo ha hecho propio y ahora no sabe cómo salir airoso de él. Entre medias ha quedado la legítima causa del pueblo saharaui, que pelea por la independencia desde hace más de treinta años, y las siempre complicadas relaciones con Marruecos. Las dos cosas prometió solucionar Zapatero cuando llegó al Gobierno en 2004 y ambas se encuentran en un lastimoso estado, la primera por omisión, la segunda por acción equivocada.
Llevada la situación a un extremo insostenible, con una exiliada forzosa en Lanzarote y el Gobierno de Rabat cerrado en banda, cabe preguntarse cuál ha sido la política marroquí de Zapatero. Decía hace sólo cinco años que él disponía de la receta para mejorar las relaciones diplomáticas con nuestro vecino del sur. Un lustro después esta receta mágica se fundamenta en la rendición preventiva y el decir sí a todo. Los resultados están a la vista. Marruecos está envalentonado hasta el punto de que ha deportado a una ciudadana marroquí a España sin siquiera consultarlo con nuestro Gobierno. Y nuestro Gobierno, en lugar de devolver a esta ciudadana que, no lo olvidemos, está en Lanzarote como inmigrante ilegal, asume la irregularidad, calla y otorga.
La situación de Haidar en estos momentos es ilegal por doble partida. Porque está en nuestro país sin pasaporte y porque quiere salir de él pero no puede, ya que el Gobierno no le deja por miedo a incomodar al sátrapa alauita. A esto último en Derecho Internacional se le llama secuestro, que es la figura que mejor describe la vergonzosa escena de Aminatu Haidar postrada sobre el suelo en el aeropuerto lanzaroteño. Urge, por lo tanto, tomar la única decisión posible, que pasa por sacar cuanto antes a Haidar de España permitiéndole viajar al Sahara Occidental, antigua colonia española hoy ocupada por Marruecos y pendiente de un referéndum de autodeterminación avalado por Naciones Unidas.
La dolorosa y delicuescente estampa de Lanzarote tiene su espejo frente al puerto de Gibraltar, donde el Gobierno está representando el mayor ridículo de la diplomacia española desde que, en 1713, los tratados de Utrecht-Rastatt concedieron la soberanía del peñón de Gibraltar al Reino Unido. Desde la visita de Moratinos al peñón en julio pasado, los incidentes entre las patrulleras de la Benemérita y la marina británica han desembocado en el apresamiento de cuatro guardias civiles por parte de las autoridades coloniales de Gibraltar. Una vez más, la cesión sistemática y el no molestar bajo ningún concepto.
La debilidad, sin embargo, pasa factura y termina siempre saliendo más cara que la fortaleza. El Gobierno tiene ahora dos patatas calientes en la mano de las que no podrá deshacerse si no da una respuesta enérgica y sin ambigüedades. Y no se trata de enseñar los dientes, sino de delimitar la soberanía española y de no admitir el más mínimo menoscabo de ella. Sobre el papel parece sencillo, la realidad con Zapatero, rendido al pacifismo inane que es la marca de la casa socialista, será muy distinta y probablemente seamos durante mucho tiempo más el hazmerreír de Europa entera. Son las consecuencias de aceptar un secuestro inmoral, ilegítimo e ilegal con tal de satisfacer a la autocracia marroquí. La legalidad internacional en este caso no está del lado de Zapatero, pero poco importa, porque como con Irak, de lo que se trata es de retorcer la supuesta legalidad para asentarse en el poder y ganar elecciones. Una maestría que el PSOE domina como nadie: beneficios de haber pastado durante más de un siglo en la propaganda izquierdista.