El 6 de diciembre de 1978 el pueblo español aprobó en referéndum, con casi el 90% de los votos, la Constitución vigente, sobre la que descansa el ordenamiento jurídico, político, económico y social de nuestra democracia.
Con motivo de la efeméride, el Congreso de los Diputados celebra cada año un homenaje a la Carta Magna, a pesar de que no pocos partidos con representación en el Hemiciclo trabajan diaria e incansablemente para su destrucción. Conviene tener esto bien presente para dejar en evidencia los dinamiteros de nuestra Ley Fundamental, que suelen detestarla por sus virtudes y no por sus defectos.
La novedad de este año es la iniciativa del PSOE, bien recibida en formaciones políticas de izquierdas y nacionalistas, de reformar la Constitución para buscar un nuevo encaje de Cataluña en España. La tesis de Pedro Sánchez y de los que le acompañan en ese viaje suicida es que la desigualdad que ya opera a favor de las regiones con movimientos secesionistas ha de consagrarse en el texto constitucional, a ver si así los separatistas y sus socios hacen a los demás españoles el inmenso favor de no destruir la Nación. Cuesta hasta creer que se siga con esta letanía a estas alturas.
El gravísimo desafío a la Nación y al Estado de Derecho que está planteando el separatismo catalán debería ser suficiente recordatorio de que en estos momentos lo que se impone es cumplir y hacer cumplir la Constitución, no dedicarle celebraciones hueras o, peor, proponer reformas en su articulado para contentar a los liberticidas que quieren hacerla saltar por los aires.
¿Reforma de la Constitución? Sólo si redunda en más España y más Libertad, nunca para apaciguar a los peores enemigos de ambas.