Por tercera vez algo que anida en lo más profundo del subconsciente colectivo del PSOE ha vuelto a aflorar. Se trata de la españolidad de Ceuta y Melilla, consagrada por la Historia y ratificada por todos los tratados internacionales pero que no termina de entrar en la cabeza de los hombres de Zapatero. Esta vez le ha tocado al portavoz del partido y ex ministro José Antonio Alonso. Ha afirmado dos veces consecutivas dentro de la misma sesión que el PP envió durante la crisis "a algún dirigente" a Marruecos y que José María Aznar visitó durante esos días el país vecino. No vemos necesario remarcar que el Partido Popular no envió a nadie a Marruecos, sino a Melilla, ciudad autónoma española desde 1497, año de su fundación por el también español Pedro de Estopiñán, para solidarizarse con sus vecinos.
No es la primera vez que esto sucede. En ocasiones anteriores José Blanco y el ministro Moratinos asumieron de palabra que ambas ciudades eran marroquíes. Habrá, por lo tanto, que empezar a preocuparse por la integridad territorial de España y, especialmente, por la suerte de nuestros compatriotas melillenses y ceutíes. Ni los unos ni los otros han sido marroquíes nunca y no quieren serlo en el futuro, por más que los continuos lapsus del Gobierno les hagan temer por el aciago destino que aguarda a sus respectivas ciudades.
El hecho es que, traiciones del subconsciente aparte, el indigno papelón que ha jugado el Gobierno durante la última crisis marroquí ha sido antológico. Primero, con la ciudad de Melilla bloqueada por tierra, negó vehementemente que sucediese nada anormal. Cuando la noticia y el escándalo ya habían saltado a los medios de comunicación, los responsables de Exteriores y el propio presidente del Gobierno miraron hacia otro lado, a pesar de que la situación en el paso fronterizo estaba al rojo vivo. Más tarde, coincidiendo con la visita de González Pons y Aznar a Melilla, clamaron iracundos por la falta de oportunidad de los populares, y lo mal que estaban dejando a España en el extranjero por un viaje que éstos habían realizado dentro de nuestras fronteras. Por último, cuando el monarca alauita ordenó que cesase el bloqueo, Rubalcaba viaja presuroso hasta Rabat para rendir pleitesía al dictador y a su ministro de Interior.
Pocas veces el Gobierno ha juntado tan armoniosamente dosis iguales de infamia, cobardía y traición como las que nos ha servido en estos días estivales. Por otras crisis similares, todas localizadas en la corta pero delicada frontera que compartimos con Marruecos, la primera conclusión que puede extraerse es que la política del Gobierno de Zapatero hacia ese país es de entreguismo sin concesiones. Un riesgo teniendo en cuenta que los vecinos del sur reclaman sin pudor parte de España ante todo aquel que les presta oídos. Nuestro Gobierno, en lugar de mostrar solidez y reafirmar la españolidad de las plazas norteafricanas y de las islas Canarias, se derrite ante una dictadura islámica desprestigiada en todo el mundo civilizado.
Tal vez lo que el subconsciente y las acciones de los ministros nos dicen es que, de puertas adentro, Zapatero y los suyos ya han tomado la decisión de rendirse. Quizá sea, a corto plazo, lo más cómodo, lo que mejor encaja con los prejuicios ideológicos del socialismo español. A largo plazo es un suicidio garantizado, una bomba de relojería que estallará cuando menos lo esperemos. Para entonces es posible que Zapatero ya no esté aquí para contemplar las consecuencias de sus irresponsables actos. Los melillenses y ceutíes, sin embargo, sí que estarán y les tocará pagar el pato de tanta ignominia.