Cualquiera que haya leído al gran Jean-François Revel sabrá que en las sociedades occidentales predomina un doble rasero con respecto al totalitarismo de izquierdas y el mal llamado totalitarismo de derechas, a saber, entre el comunismo y el nazismo. Mientras que este último ha recibido con justicia la condena unánime de todos los sectores de la sociedad, el primero todavía goza de una preocupante dispensa por las supuestas buenas intenciones que lo inspiraban. Uno y otro, sin embargo, eran difícilmente distinguibles en los objetivos reales que perseguían y, sobre todo, en los medios que empleaban para lograrlos.
Salvando las distancias, ese doble rasero sigue también vigente con respecto a las ideas y a las personas de los dos grandes partidos políticos españoles. Mientras que al PSOE se le perdona casi todo, desde las mentiras más flagrantes hasta las corrupciones más obscenas, el PP es continuamente estigmatizado por cada decisión que tome y que se aparte del dogma de lo políticamente correcto.
La izquierda todavía es vista en nuestro país –y en gran parte de Occidente– como la defensora de los intereses de los trabajadores y de las clases menos pudientes, mientras que a la derecha se la sigue observando como representante de una oscura plutocracia empresarial que trata de expoliar a la ciudadanía. Y ello pese a que el legado económico del gobierno de las izquierdas siempre sea desempleo masivo, deuda desbocada, impuestos más elevados para las clases medias y todo tipo de privilegios para los ricos que les son afines, y los de la derecha liberal una prosperidad y autonomía para todos los individuos, con independencia de su punto de partida económico. Se diría que nada hay más destructor para los trabajadores que engrosar disparatadamente sus deudas –públicas y privadas– para más adelante dejarlos sin empleo y sin perspectivas de encontrarlo. Pero aún así, los principales destructores del empleo en España –PSOE y sindicatos–, aquellos que en poco más de dos años han enviado a casi tres millones de personas al paro, se permiten el lujo de erigirse como los defensores de la cohesión social y de los derechos de los trabajadores sin que se produzca una indignación generalizada.
De esa certeza sobre el fracaso de sus ideas surge además un profundo resentimiento dentro de la izquierda hacia todo aquel que represente una alternativa a sus fracasados dogmas de fe; rencor que suele tomar la forma de una brutal y permanente campaña de acoso y derribo. En España, una de las personas que mejor encarna la posibilidad de articular un discurso político ganador alejado de la socialdemocracia y generador además de riqueza y de millones de empleos, es sin duda José María Aznar.
La izquierda nunca pudo digerir que fuera la derecha aliada de los grandes grupos de presión y enemiga de los trabajadores la que le diera la vuelta a "la única política económica posible" de González y Solchaga y redujera el déficit público recortando impuestos y creara empleo liberalizando el mercado laboral. Tampoco que ese hombre sin carisma y prestigio internacional (al lado del conocido estadista González) fuera el que se sentara al lado de la primera potencia mundial, Estados Unidos, y de una de las grandes potencias europeas, Reino Unido, en una iniciativa conjunta para extender la democracia a Oriente Medio empezando por Irak (país en el que ya pueden celebrarse elecciones para elegir a los poderes del Estado).
De ahí que en 2003, aprovechando la guerra contra Sadam Hussein, la izquierda llevara a cabo una de las mayores campañas de difamación –contra el PP y especialmente contra Aznar– de la historia de nuestro país. En buena medida, todavía hoy perdura el odio que se gestó en aquel entonces y la figura de Aznar, en lugar de asociarse con años de prosperidad y oportunidades, va ligada para muchos a quienes Zapatero ha dejado sin empleo, a las de opresión y tinieblas.
Luego hay quienes se sorprenden de que el ex presidente proteste del trato recibido y de que reaccione con gestos más o menos acertados contra quienes lo injurian. Consideran que Aznar es justo merecedor de tales calificativos y que su única respuesta lícita es aceptarlos estoicamente. En cambio, esos mismos, ven por ejemplo normal que González tache de "fachas" y de "herederos de la Inquisición" a quienes osan criticarlo y cuestionar sus años de gobierno.
Es el mismo doble rasero que denunciábamos al principio: toda crítica a la izquierda es vista como un exceso de radicales totalitarios, mientras que el insulto a la derecha se considera una manifestación de la libertad de expresión. Tal es así que los mismos que se manifestaban contra Aznar por auxiliar a Estados Unidos e Inglaterra en la guerra para liberar Irak prefieren quedarse en casa antes que protestar por la presencia de España en una guerra, la de Afganistán, en la que el Gobierno de Zapatero ni ha definido los objetivos ni ha dotado de medios a las tropas y en la que, como consecuencia, ya han muerto decenas de soldados españoles.
Las guerras malas son las de la derecha –las de Aznar y Bush– y las guerras buenas las de la izquierda –las de Zapatero y Obama. Por eso mismo, "los intelectuales" de izquierdas tampoco dudan a la hora de justificar y avalar las "guerras" que sus dictaduras, las de izquierdas, emprenden contra su población –"delincuentes comunes"– bajo la excusa de facilitar el camino a la revolución. También para ellos existen, como denunciara Revel, dictaduras buenas y dictaduras malas.
Parece que al final todo es cuestión de retorcer los argumentos y las consignas para lograr imponer sus prejuicios y obsesiones ideológicas. Dicho de otra manera, para una parte de la sociedad española, la izquierda sigue gozando de bula en todas partes porque consideran que más importante que la libertad es no reconocer su complicidad con una de las ideologías más horrendas de la historia. Por ello siguen avalando todos los excesos de sus políticos y denigrando hasta extremos ridículos a todo lo que suponga una superior alternativa a sus torcidos principios y propuestas.