Israel es una asediada excepción en el concierto internacional. Es el único Estado al que muchos de sus iguales no sólo lo consideran un enemigo –por cuestiones territoriales o de otro tipo–, sino que incluso le niegan lo más elemental: su derecho a existir.
Además, no es sólo una nación que vive sometida a una agresión prácticamente continua, sino que sufre el más severo escrutinio en instituciones internacionales como la ONU y por parte de una parte nada despreciable de los medios de comunicación mundiales; y, por supuesto, de miles de asociaciones y organismos que viven de vender el odio a la única democracia de Oriente Medio.
Bastan dos noticias de este mismo jueves para constatar una vez más la catadura moral de los enemigos de Israel, esos mismos a los que nadie exige cuentas de ningún tipo y que en no pocas y ominosas ocasiones reciben el apoyo de innumerables políticos, periodistas e intelectuales de Occidente.
Así, cabe preguntarse cuándo partirá la próxima flotilla a Gaza de los que dicen defender al pueblo palestino pero cierran los ojos ante los que verdaderamente están machacando a los gazatíes, bien indirectamente, cuando los usan como escudos humanos o los lanzan como carne de cañón a muertes seguras de las que luego sacarán rédito político; bien directamente, cuando los ahorcan por colaboracionistas en simulacros de procesos legales que incumplen hasta las propias leyes palestinas. Aún llaman más la atención los políticos, periodistas y activistas del más variado pelaje siempre prestos a señalar –y condenar– a Israel cuando lucha contra el terrorismo pero que no tienen ningún problema con regímenes criminales como el sirio, que gasean a sus propios súbditos, incluyendo mujeres y niños.
Así son los enemigos de Israel: criminales sin ningún tipo de escrúpulo a los que con frecuencia sólo cabe poner freno por medio de la fuerza, esa fuerza que para tantos sólo resulta repudiable si quien la ejerce es el Estado judío.