La zapaterina alianza de civilizaciones se cobró este jueves 13 víctimas mortales en el paso de Sabzak, cerca de una de las bases españolas en Afganistán. Las 13, afortunadamente, de terroristas islámicos. Por esta vez los soldados españoles salieron indemnes de una escaramuza bélica que se prolongó durante toda la mañana. El paso de Sabzak no era, además, nuevo para nuestras tropas. El día anterior en ese mismo lugar un soldado resultó herido en la pierna tras otro encontronazo con elementos talibanes que, a lo que parece, campan a sus anchas por esa zona del país.
Estos son los hechos, bélicos, naturalmente, porque los soldados españoles destinados a las bases de Afganistán no están, tal y como cuenta la propaganda gubernamental, en una misión de paz, sino tratando infructuosamente de pacificar un país desgarrado por una guerra intestina que se recrudece según pasan los años. Hay, por lo tanto, un inmenso error de enfoque respecto a la naturaleza de la misión. El llamado "Grupo Táctico de Apoyo a las Elecciones" es una unidad militar profesional, armada y entrenada para la guerra, no una organización caritativa. Afganistán no es un país del tercer mundo cualquiera necesitado de la cooperación internacional: es un país en guerra donde operan sangrientas milicias islámicas cuyo objetivo primordial es hostigar a los ejércitos aliados para provocar su salida del país. Una vez lo hayan conseguido, se harán con Afganistán reviviendo el odioso régimen talibán derrocado por Estados Unidos en el otoño de 2001.
El problema es que el Gobierno no quiere verlo así. Prefiere recrearse en sus ensoñaciones pacifistas mientras nos coloca de matute un Afganistán pobre pero honrado que sólo existe en su imaginación, y unas tropas perfectamente pertrechadas para la guerra pero dedicadas a proporcionar comida, agua y medicinas a aldeas perdidas de las montañas afganas. Lo cierto es que, dada la peligrosidad del entorno, nuestras tropas viven acuarteladas la mayor parte del tiempo. Y esto no es capricho de los comandantes de puesto, sino una decisión deliberada del Gobierno para no tener que asistir a funerales castrenses que minen su popularidad y empañen la inmaculada imagen de amante de la paz que Zapatero cultiva con esmero.
Afganistán, sin embargo, no es lugar para ir de pacifista. La errática estrategia afgana de la alianza liderada por Estados Unidos ha llevado a una situación en la que las tropas de ocupación se encuentran sitiadas en sus cuarteles. Los aliados controlan la capital y algunas ciudades de cierta importancia, el resto del país está en manos de guerrillas islámicas interrelacionadas entre sí y muy bien financiadas por el tráfico de opio, que vive días de gloria en un país atrasado, hambriento y devastado por tres décadas de guerra constante. Ni Washington ni ninguno de los que le acompañan en la aventura afgana quiere arriesgar demasiado en un conflicto que ha terminado por enquistarse pero que, en aras de su propia seguridad, Occidente no puede permitirse perder. El papel de Zapatero en esta tragedia es de simple corifeo agradecido que trata, por un lado, de hacer méritos de cara al protagonista y, por otro, de que estos méritos pasen lo más desapercibidos posible de puertas adentro. Pero la guerra es extremadamente ruidosa, por eso Afganistán se ha convertido en un incómodo fantasma del que nadie quiere hablar pero que, a pesar de todo, sigue ahí.