Su Majestad el Rey de España se recupera en una clínica madrileña de rotura de cadera sufrida en el transcurso de una cacería en Botsuana, actividad a la que nuestro monarca es muy aficionado. Por más que también los miembros de la Casa Real tengan derecho a disfrutar de espacios privados de ocio, lo cierto es que la semana en que la economía española ha sufrido varios reveses muy graves, con el desplome bursátil y una bajada importancia de la calidad crediticia de nuestra deuda soberana, no era la más apropiada para que el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia por mandato constitucional, haya considerado oportuno regalarse unas vacaciones cinegéticas en el África austral abatiendo paquidermos.
El Rey es también, en virtud de nuestra Carta Magna, la más alta representación del Estado Español en la escena internacional y no parece tampoco que la imagen del monarca disparando en safaris africanos de lujo haya servido mucho para recuperar la confianza internacional en nuestro país, precisamente cuando la amenaza eventual de una intervención por parte de las autoridades europeas se cierne con más fuerza sobre nuestra economía.
Como los dispendios de la Casa del Rey en este tipo de actividades se mantienen bajo el manto de la más severa discreción, no es probable que podamos saber cuánto nos ha costado a los españoles esta aventura africana, en caso de que no haya obedecido a una invitación por parte de alguna de las poderosas amistades aficionadas a la caza mayor de que D. Juan Carlos ha hecho gala a lo largo de su mandato. Con una economía desplomada, camino de los seis millones de parados y con casi dos millones de familias que no perciben ningún ingreso fijo, lo aconsejable es que los representantes del Estado utilizaran el dinero público con la mayor prudencia, conducta que la más alta institución debería observar en primer lugar en términos de ejemplaridad.
Pero es que en esta concatenación de despropósitos, hasta la fecha elegida para esta aventura africana, el aniversario de la proclamación de la II República, no ha podido ser más desafortunada.
Siempre hemos sostenido que la existencia de la monarquía, lejos de sentimentalismos particulares, se justifica por su utilidad para la nación española, su unidad y la libertad de todos sus ciudadanos. El príncipe Felipe, cuya conducta a todos los efectos ha resultado siempre intachable, lo sabe muy bien y a partir de hoy sustituirá al Rey en los actos oficiales convocados hasta el restablecimiento del Monarca.
Si no fuera porque los alardes republicanos de la izquierda son majaderías irrelevantes, más allá del sesgo delictivo que introducen las juventudes comunistas –sobre las que, por cierto, la Fiscalía General del Estado debería opinar algún día–, el heredero de la Corona de España tendría hoy otro nuevo motivo para sentirse preocupado.