El ruido de los temas políticamente sensibles (catalán, educación para la ciudadanía o religión) ha hecho que los cambios sustanciales que propone la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa que impulsa José Ignacio Wert hayan pasado prácticamente inadvertidos. Así, mientras en las tertulias se discute durante horas sobre si debe haber o no una alternativa evaluable a la enseñanza de la doctrina católica, el mejor ministro del Gobierno está intentando aprobar una ley revolucionaria, que podría cambiar por completo el modelo educativo público español y acercarlo a los mejores del mundo. No será sencillo que lo consiga, entre otras cosas porque la ley contiene elementos muy cuestionables que habría que mejorar durante su tramitación. Pero el texto del Ministerio es una magnífica primera piedra sobre la que construir un nuevo edificio, ahora que casi todos tenemos claro que el que cobija a nuestros estudiantes se está cayendo a pedazos.
En cualquier caso, sólo unos pocos comentaristas (como Mikel Buesa en este mismo medio, con una magnífica columna) se han dado cuenta de la magnitud del cambio que ha planteado el ministro. También se percató El País. El periódico del grupo Prisa ha planteado una batalla frontal a la reforma precisamente por algunos de sus aspectos más novedosos y benéficos. El pasado día 6 publicaba una pieza con el mismo título que este artículo, pero en afirmativo y con un sesgo claramente contrario al proyecto del Gobierno: "Wert pone a la escuela a competir". ¿Y qué tiene de malo?
Todas las personas, incluso los profesores y sus alumnos, nos movemos siempre en función de los incentivos que se nos plantean. Cualquier economista sabe que ésta es la palabra mágica que explica el comportamiento del ser humano y, en última instancia, sus relaciones en sociedad. Los incentivos no tienen por qué ser monetarios, ni mucho menos: pueden suponer reconocimiento social, satisfacción personal, afecto familiar... Será la suma de cada una de estas variables y las posibilidades de conseguir esos objetivos lo que muevan a cada ciudadano. Y el problema que ha tenido la escuela pública española durante toda su historia es que todos los incentivos (para padres, profesores y alumnos) estaban mal diseñados. Por eso era imposible que el sistema funcionara. No es una cuestión de personas, de dinero o de leyes educativas, que retocaban la forma sin tocar el fondo: todo el modelo partía de una base errónea.
El sistema educativo español siempre se ha basado en la absurda creencia de que el ministro de turno (o el consejero autonómico) era el más adecuado para decidir cómo, cuándo y cuánto tenía que estudiar cada niño. De esta manera, las posibilidades de padres, profesores y alumnos eran mínimas: los primeros no pueden organizar las clases de acuerdo a su capacidad y criterio, los segundos no pueden escoger el colegio al que llevar a sus hijos y los terceros no pueden elegir el camino que más se adapte a sus gustos o capacidades.
A pesar de lo que apunta la corrección política que nos rodea, esto no es lo normal, ni siquiera en países de tradición intervencionista, con mucho gasto público o en los que el Estado tiene una amplia presencia en la educación. Desde Finlandia a Canadá, pasando por Holanda, los países occidentales con mejores resultados en las pruebas internacionales se caracterizan por tener sistemas que se fundamentan en tres pilares: autonomía de los centros, capacidad de elección de los padres y retribución adecuada (tanto a alumnos como a profesores) de los buenos resultados. No es ninguna sorpresa. Es sólo una cuestión de incentivos.
Con estos principios claros, cualquiera se puede hacer una idea de cómo debería ser la escuela que salga de la Ley Wert: una en la que centros, profesores y alumnos compitan por ser mejores cada día. No está nada claro que el texto final cumpla con las expectativas de aquellos que queremos un cambio claro de modelo y no un simple maquillaje pepero de una mala ley socialista. En cada aspecto de la norma, el ministro nos ha dado una de cal y otra de arena. La clave será hacia dónde se incline finalmente.
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Evaluaciones
La parte buena es que el proyecto de ley apuesta por pruebas al final de primaria y de secundaria, con lo que será sencillo hacer la foto de qué centros lo están haciendo bien y cuáles no. Pero la clave no está sólo en hacer exámenes, sino en publicar los resultados y en premiar a aquellos que lo hagan mejor (los que saquen notas más altas, los que consigan subir sus resultados de año en año o los que logren buenas calificaciones en función del tipo de alumnado que acojan).
Colegios
El ministro asegura que se permitirá a los centros decidir su manera de gestionarse; a cambio, se les exigirá que alcancen determinados resultados. Los que los consigan, mantendrán su autonomía y podrían recibir premios (incluidos económicos). Este planteamiento choca con la exhaustiva redacción del plan de estudios incluido en el articulado. Si una escuela es buena y sus alumnos obtienen grandes puntuaciones en las pruebas de control, ¿qué falta hace decirle que tiene que dedicar 6 horas semanales a la asignatura de Historia de 3º de la ESO? Dejemos que sean sus maestros los que decidan cómo organizarse.
Profesores
Wert afirma que cambiará por completo la carrera profesional de los maestros; un cambio que redundará tanto en la motivación diaria de los mismos como en una mejora de sus condiciones económicas, con incentivos que premien a aquellos que mejor lo hagan. Pero ni el sistema de selección (que seguirá siendo por oposiciones) ni la naturaleza funcionarial del puesto cambiarán. Se hace difícil pensar cómo conseguirá el ministro lo que no ha logrado nadie más: inventar un sistema de remuneración para un grupo de trabajadores públicos que premie a los más productivos y castigue a los que no obtienen resultados.
Padres
Evidentemente, si los centros tienen autonomía para organizarse y competir, los padres deben tener capacidad para escoger el que más se ajuste a sus gustos. El proyecto de ley apunta en este sentido, en la línea de lo que ya se estila en la comunidad de Madrid. Pero la aplicación de esta cuestión seguirá en manos de las autonomías, y no será sencillo que muchas de ellas admitan algo tan revolucionario como que sean los padres los que elijan el colegio de sus hijos.
Alumnos
La ley permitirá adelantar los itinerarios a los 15 años. Quizás ésta sea la mejor parte de la reforma. Además, aquellos que escojan la FP podrían vivir un cambio radical si finalmente se implanta el sistema dual de Suiza o Alemania, en que los alumnos combinan la parte teórica con sus primeras prácticas en las empresas.