Se habló mucho de la Constitución el pasado 6 de diciembre. Apenas una semana después, ya se ha dejado de hablar. Y sin embargo, es ahora cuando, lejos de la cortesía festiva, importa afrontar el debate a fondo: nuestra Constitución se encuentra hoy en una situación crucial, un momento en el que nuestra democracia necesita renovarse para no morir.
La Constitución de 1978 ha sido útil y ha garantizado nuestro más largo periodo de paz en democracia. Pero, al mismo tiempo, en los últimos años la presión de los nacionalismos periféricos ha roto sus costuras mediante la proliferación de “realidades nacionales”. Lo que hoy estamos viviendo es, se mire como se mire, una agonía: esta Constitución ya es sólo papel mojado. El Gobierno de Zapatero ha demostrado con los hechos que la Constitución no representa un freno para el deshilachamiento del Estado. Los partidos separatistas, que nunca han ocultado su desprecio hacia el texto constitucional, consideran que ya han sacado de él todo el provecho posible, que no ha sido poco. E incluso el Partido Popular, que había hecho bandera de la estabilidad constitucional, propone ahora medidas de reforma que, por otra parte, parecen de sentido común. En semejante paisaje, ¿qué sentido tiene prolongar la vigencia de una Constitución que ya carece de vigor alguno?
Estamos viviendo una situación extravagante: España quiere ser una nación democrática, pero el sistema político del Estado se asienta sobre unas estructuras que cuartean a la nación y, con ello, amenazan a la democracia, pues ésta se basa en la soberanía del pueblo español. Así pues, el orden constitucional, si desea sobrevivir, debe renovarse. Y debe hacerlo, especialmente, cerrando de una vez el Estado de las Autonomías y, de paso, reformando la ley electoral. El Estado de las Autonomías cumplió una tarea importante: dio carta de naturaleza política a la diversidad real de España, institucionalizó el carácter plural de la nación española. Hace tiempo, sin embargo, que ese objetivo se cubrió con creces. Y ahora es obvio que se ha llegado demasiado lejos, pues el marco autonómico ha dejado de ser útil para la nación y, al contrario, se ha convertido en un factor de desagregación, de conflicto entre regiones, de insolidaridad. Hay que plantear, pues, la necesidad urgente de detener el proceso de desintegración del Estado.
Como la Constitución de 1978 parece incapaz de tal cosa con sus actuales estructuras, es preciso modificarla en el sentido de reforzar su verdadera base doctrinal, que no es el Estado de las Autonomías, sino que es la afirmación de la nación española, indivisible, como sujeto de la soberanía. España no es una suma de comunidades; la legitimidad de nuestra democracia tampoco procede del concierto autonómico. España es una nación y nuestra democracia descansa en la soberanía nacional identificada con el pueblo, esto es, con todos los ciudadanos. Por el contrario, lo que hoy se está construyendo en torno a las reformas estatutarias va cobrando el aspecto de un enorme secuestro de soberanía.
El debate ya no puede estar entre quienes defienden la Constitución del 78 y quienes desean vulnerarla. Ahora el debate ha de plantearse entre quienes han vulnerado ya el principio de la soberanía nacional y quienes desean reafirmarlo. Así ha de plantearse en todos los niveles posibles. Ello, por supuesto, romperá el consenso sobre el que se asienta el sistema. Pero es que ese consenso ya se ha roto desde el momento en que la propia Constitución ha sido deformada mediante reformas de hecho. Un sistema merece ser defendido si protege la democracia y la unidad nacional. Si no, habrá que inventar otro. No hay tiempo que perder.