"La noche del 23 de junio de 1956, verbena de San Juan, el llamado Pijoaparte surgió de las sombras de su barrio vestido con un flamante traje de verano color canela". Así comienza Últimas tardes con Teresa, aquella novela con la que Juan Marsé sentaba cátedra acerca de Cataluña, del antifranquismo, de la juventud, del amor y de los adioses. La relación entre la burguesita universitaria del título y un charnego canalla y orgulloso es una exposición de las fuerzas irracionales que unen a la gente, y de las fuerzas igualmente irracionales que las separan. Resulta, por tanto, adecuado que sea un 23 de junio, cincuenta años después de la publicación de aquella novela, el que marque el fin de otra relación apasionada, tormentosa y trufada de malentendidos: la del Reino Unido con la Unión Europea.
Efectivamente, parto de la convicción de que los británicos votarán a favor de abandonar la Unión Europea en el referéndum convocado para el 23 de este mes. La convicción, en fin, de que el Brexit se producirá. Es perfectamente posible que me equivoque: las encuestas han otorgado de forma consistente una ligera ventaja a los que están a favor de permanecer en la UE. Los recientes estudios que señalan, por primera vez, una mayoría a favor de abandonar la Unión no tienen por qué ser más que la excepción que confirma la regla. Y, por supuesto, que el Reino Unido votase a favor de permanecer en la Unión supondría el triunfo del sentido común de aquel país, su aceptación de las realidades del siglo XXI y su comprensión de su propia historia como nación que no se entiende sin Europa.
Sin embargo, es cada vez más habitual escuchar en los programas de la BBC a ciudadanos que se quejan de lo confusa que resulta la guerra de datos en que ha derivado la campaña del referéndum. Todos los días aparecen nuevas cifras que intentan resumir (dependiendo de qué campaña los produzca) o los fantásticos beneficios que resultarían de una salida de la UE o las apocalípticas consecuencias que tendría una desconexión del proyecto europeo.
Unos mienten más que otros, claro: si bien se puede disputar la cifra aportada por Cameron según la cual el Reino Unido perdería tres millones de puestos de trabajo en caso de abandonar la Unión, es directamente risible que los Brexiteers digan que la UE les cuesta 350 millones de libras a la semana. Pero lo importante es que la guerra de cifras parece haber fulminado la posibilidad de que la decisión final dependa de los datos verificables. En vez de eso, cada vez es más probable que una mayoría de británicos vote en base a su corazón y no a su cabeza.
Y este es el terreno en el que los Brexiteers vencen por goleada. En primer lugar, porque ganaron la batalla identitaria antes siquiera de que se anunciase la fecha del referéndum. Los británicos no se reconocen como europeos, asocian el término Europa a algo externo, foráneo, a un lugar al que se va de viaje iniciático o de despedida de soltero, un sitio en el que uno siempre está de paso, donde se puede ser ex-pat pero nunca inmigrante. Europa es para ellos un ente aparte, un bloque amorfo pero unitario contra el cual habrían forjado su tradición política y su identidad nacional. Se equivocan, por supuesto; pero así lo siente la mayoría. Sólo de esta forma se explica que tenga tanto éxito el argumento de que "Europa" es “imposible de reformar”, puesto que éste sólo cobra sentido desde una visión de Europa como un monolito atemporal y no como lo que verdaderamente es: un proyecto plural que siempre ha estado en proceso de cambio y redefinición.
Además de esto, los Brexiteers pueden apelar a lo mejor y lo peor de los sentimientos de los votantes. Por un lado, y como muestran sus anuncios radiofónicos, pueden azuzar los miedos del electorado mediante el fantasma de la inmigración, avisando de la próxima llegada de una horda de salvajes (por no decir caminantes blancos) que vienen a quitarte el trabajo, a vivir de tus impuestos, a bajarte el sueldo, a someter al sistema sanitario a una presión insoportable y quién sabe si incluso a invitar a tus hijas al cine.
Por el otro lado, los Brexiteers pueden apelar al altruismo de los votantes mediante el argumento de la recuperación de la democracia y la soberanía nacional. Pueden vender el eslogan de que una democracia no se deja gobernar por burócratas que no han sido elegidos en las urnas. Esto orilla el pequeño detalle de que el Estado británico tiene a 400.000 funcionarios de carrera sólo al nivel central, burócratas cuyas decisiones afectan crucialmente el día a día del resto de sus compatriotas. Pero no importa: en su mentalidad chovinista, un funcionario que habla con acento de Essex es un servidor del pueblo y uno que habla con acento extranjero es un burócrata despótico.
Así, los Brexiteers ofrecen aquello que siempre han ofrecido los nacionalismos excluyentes: la promesa de un mundo más pequeño, más comprensible, más abarcable, un mundo en el que la gente se parece físicamente, en el que todos hablan un solo idioma, y en el que uno puede creer que existe un hilo directo entre él y sus representantes políticos. Y pueden presentar todo esto como una opción valiente y altruista.
¿Qué sucederá cuando los británicos voten en base a estos sentimientos? Es fácil prever que se desencadenará la mayor crisis de la historia del proyecto europeo, mucho peor (quizá no en coste humano pero sí en envergadura y potencial desestabilizador) que la crisis de la deuda griega. El Reino Unido no se hundirá en el Atlántico ni levantará una empalizada en los acantilados de Dover, pero la salida de aquel país del mercado único supondrá una gigantesca disrupción en las dinámicas de intercambio e inversión internacionales, obligará a replantear el estatus legal de los millares de europeos (incluyendo españoles) que trabajan y estudian ahí, minará la confianza de los mercados tanto en la economía británica como en la de la Eurozona y actuará de acicate para referéndums sobre la pertenencia en la Unión Europea en otros países.
Y sin embargo, en estos momentos no me embarga tanto la preocupación como la melancolía. Hacia el final de su novela, Marsé escribe: "De pronto, algo en la atmósfera le dijo que iba a llover, y presintió oscuramente que el verano (aquella isla dorada que les acogía) no tardaría en tocar a su fin y con él, tal vez, Teresa". Gran Bretaña nunca ha sido dorada, pero sí es el país en el que muchísimos españoles hemos vivido, donde nos hemos educado, donde hemos trabajado y donde hemos aprendido una gran cantidad de cosas acerca de la vida y de nosotros mismos. Supongo que, como el Pijoaparte, pecamos de inocentes: si aquel país nos enseñó algo acerca del amor, también tenía que enseñarnos algo acerca de los adioses.