Comentaba la semana pasada, a propósito de las numerosas actividades extracurriculares que se organizan aquí en Cambridge, algunas de las dinámicas y extravagancias de esta ciudad y de esta universidad. La intención era presentar el propósito de esta nueva sección, a saber: ilustrar diversos aspectos de esta ciudad de poco más de 6.000 habitantes que algunas veces se antoja vibrante centro intelectual del mundo, y otras veces extraño zoológico para mutantes e hipertrofias varias del género humano. El momento, la importancia histórica de este año, parecía apropiado para empezar este tipo de sección, que espero les resulte amena e interesante.
Y es que la Universidad de Cambridge celebra a lo largo de este año 2009 ocho siglos exactos de historia. Efectivamente, hace ochocientos años que unos monjes eruditos se largaron de Oxford tras una disputa con sus compañeros y montaron su propia universidad, con uno de los "¡ea!" más importantes de la historia intelectual europea. A lo largo de estos ocho siglos Cambridge ha formado parte importante del panorama intelectual del mundo: por lo pronto ha producido 83 Premios Nobel, ocho Fields Medals, 15 primeros ministros británicos y veintitrés cabezas de Estado a lo largo y ancho del mundo. Eso, sin contar con las legiones de aristócratas, pensadores, artistas, políticos y comerciantes que, con la ayuda de sus compañeros de Oxford, han marcado de forma indeleble la historia británica, europea, y mundial.
Cualquier institución que logre sobrevivir a las olas embravecidas de nada menos que ocho siglos (se dice pronto) debería sentirse tan orgullosa como preocupada ante su posible agotamiento y falta de utilidad tras tantos y tantos años en activo. Al fin y al cabo Cambridge nace en una Europa que cree que el mundo se acaba a dos palmos de sus costas y en una Inglaterra católica, feudal y que ni siquiera ha librado la Guerra de los Cien Años. Nadie conoce siquiera el nombre de sus primeros miembros; los padres de nuestra Constitución aún están vivos y ya ven.
Pero lo interesante de un aniversario así en una institución como Cambridge es que a nadie se le ocurre la posibilidad de que esto sea el principio del fin; tan augusto aniversario no se ve acompañado de las típicas crisis de identidad o incluso de los cuestionamientos del camino hecho hasta ahora. Y es que la tarea de las grandes universidades del mundo, de las instituciones que conforman la élite intelectual de nuestra civilización, se antoja eterna. Y se antoja difícil que los mecanismos del prestigio, la afluencia de capital de diversas fuentes, la infraestructura establecida, etc. puedan dejar que universidades como Cambridge, Oxford, Princeton, Harvard y Yale caigan en el olvido. ¿Podemos imaginar, sin recurrir a la filmografía de Arnold Schwarzenegger, un mundo en el que no hagan falta universidades de élite? ¿Un mundo en el que no se necesiten cerebros? Si Cambridge ha sobrevivido a tantos siglos de analfabetismo generalizado, ¿qué puede esperar de la Edad de la Información sino prosperidad?
Por eso, lo interesante en este aniversario no sea tanto la rememoración de la historia sino la observación del presente. De ahí la mirada entre optimista, curiosa y arrogante de tantos de los chicos y chicas de dieciocho, diecinueve años que comienzan este año sus estudios aquí. Porque ellos, tan listos, han hecho sus cálculos: si Cambridge produce genios y famosos de manera ininterrumpida, ahora mismo debe de haber aquí varios genios y famosos en proceso de formación. Las miradas cruzan Market Square, escudriñan los comedores de los colleges: ¿quiénes serán?, se pregunta el adolescente curioso. ¿Será ese hindú que estudia matemáticas que siempre se sienta en una de las mesas del fondo del comedor? ¿Será ese actor que encarna a Enrique V en la producción de esta semana del ADC Theatre? ¿Será esa chica que distribuye panfletos en contra de la ocupación de Gaza? Sobre todo (los ojos brillan con mayor intensidad; ¡es tan simple la ecuación!): ¿seré yo?
Ante la ecuación, sin embargo, el dato histórico: ante las pirámides sólo se erguía un Napoleón. El resto... ay, el resto.