Estoy leyendo un novelón (El día del Watusi, de Francisco Casavella) que, virtudes literarias aparte, caricaturiza la Transición hasta convertirla en un esperpéntico apaño entre banqueros y plutócratas, a cual más sórdido y mezquino. Es un tratamiento despiadado del proceso fundacional de nuestra democracia que me trae a la cabeza el reciente y polémico libro de Jesús Neira, o una multitud de artículos y declaraciones recientes de miembros de la intelectualidad que tachan la Transición de apaño, farsa, impostura o, simplemente, chapuza. Valgan como ejemplo los comentarios de Caballero Bonald en una entrevista publicada el domingo: "Unos acordaron no pedir cuentas ni juzgar los crímenes de la dictadura y otros decidieron prolongar un cierto franquismo disfrazado de democracia (...) esa transición engañosa, improvisada".
Este creciente desprestigio de la Transición está, por ahora, circunscrito a la intelectualidad, y no se extiende a una masa de la población que todavía siente reverencia por el proceso y por su resultado: la Constitución. Pero igual empezó el proceso de desprestigio de la Restauración, con resultados que todos conocemos. Y es éste, como aquél, un movimiento que contiene una parte oscura y otra sencillamente estúpida e irresponsable.
En lo oscuro está una gran parte de la izquierda que no acepta una Transición que no supuso una revancha contra el franquismo. Lo estamos viendo estos días con las protestas contra el encausamiento de Garzón: la idea de poder encarcelar a Franco después de muerto les es mucho más cara que el Estado de Derecho que salió de la Transición, ese que garantiza a todos (hasta a los falangistas) los mismos derechos, y a nadie (ni a un superjuez) estar por encima de la ley. También oscuro es el empeño de los nacionalistas y sus amigos interesados que, por si acaso no pueden saltarse la Constitución a la torera en pos de sus fines (que lo harán), pretenden deslegitimarla a base de deslegitimar el proceso que la alumbró.
Pero también hay en todo esto dos procesos mucho más estúpidos: el primero es echarle la culpa a la Transición de unos vicios que son inherentes a toda democracia moderna. La conclusión de que aquel proceso no trajese una democracia perfecta no es tanto que la Transición fuera imperfecta, sino que la democracia en sí, aquí como Estados Unidos o en Afganistán, es imperfecta (ejemplo: si el Estatut catalán está a punto de ser aprobado, no es porque la Transición hiciese una chapuza a la hora de diseñar el Estado de las autonomías, sino porque Zapatero vendió la Constitución a cambio de apoyos parlamentarios y electorales). El segundo es esa tendencia tan cara a la intelectualidad de exigir una excelencia imposible al pasado desde la cómoda perspectiva del presente. Una tendencia que suele pagar réditos en cafés y en charlas universitarias, a costa de menoscabar logros pasados que a los propios ponentes les parecían en aquel momento imposibles de obtener. La misma tendencia del que, una vez obtenido un privilegio, lo da por hecho y en vez de apreciarlo exige aún más. Una tendencia que se hace pasar por madurez cuando sólo revela lo contrario.
A todo esto, a lo oscuro y a lo estúpido, hay que responder claramente que necesitamos la Transición. España la necesita y la necesitamos los españoles como mito fundacional de la única España verdaderamente democrática que ha existido. Claro que no fue perfecta, pero ningún mito fundacional lo es. La Guerra de Independencia de Estados Unidos fue un conflicto profundamente falto de idealismo, su proceso constituyente no acabó con la esclavitud, y aun así bien orgullosos están los americanos de ambas cosas, porque necesitan creer en ellas para creer en sí mismos. Y no les va del todo mal. Aquí, lo mismo: las generaciones que no vivieron el franquismo necesitan creer en la Transición para creer en el país en el que viven, para empezar a crear una mitología de nuestra democracia, para sentir un orgullo y una lealtad hacia la patria democrática que, si bien podemos mejorar, también debemos cuidarnos sobremanera de preservar. Y si eso significa revestir la Transición de un halo inexactamente laudatorio, de una pátina excesivamente dorada, así sea. Esa es la esencia de todo mito fundacional, que su embellecimiento inexacto y excesivo es necesario para creer en él y en lo que simboliza; no una creencia cerrada sino una creencia productiva. No existe nada en el mundo ni en la historia humana que, sometido a un escrutinio exhaustivo, se salve de la crítica. La cuestión es dónde es útil esa crítica y dónde es meramente destructiva. Desvirtuar la Transición es, necesariamente, desvirtuar la Constitución que nos gobierna, que garantiza nuestros derechos y que nos ha brindado una época de libertad única en nuestra Historia.
La España de mañana, tanto como la de hoy, necesita creer en la Transición para creer en sí misma. No podemos permitir que la demagogia interesada de unos y la inmadurez de otros la conviertan en otra cosa que hicimos mal.