A los americanos les gusta emplear una expresión algo abstrusa pero llena de interés: "el lado equivocado de la Historia". Fue moneda de cambio retórico entre articulistas, comentaristas y tertulianos durante los últimos años de Bush júnior, cuando la frase del día era "Bush nos ha llevado al lado equivocado de la Historia"; lo cual daría a entender que el "lado correcto" queda a siniestra. Pero la expresión da tanto para un roto como para un descosido. Hasta Barack Obama la utilizó en su discurso de investidura, cuando dijo eso de: "los que os aferráis al poder a través de la corrupción, la mentira y el silenciamiento de los que se os oponen, debéis saber que os encontráis en el lado equivocado de la Historia".
En España no somos ni tan grandilocuentes ni tan providencialistas, pero parecemos igual de vulnerables al salto más o menos mortal que implica la expresión de marras: que lo inevitable y lo correcto van de la mano, que la Historia progresa ineluctablemente hacia un fin positivo. Es una idea de largo recorrido filosófico (y autoritario, dicho sea de paso), y que cuenta entre sus muchas cristalizaciones esa concepción del mundo implícita o articulada de gran parte de la izquierda, que traza una línea divisoria entre "progresistas" y "reaccionarios". Escuchando a algunos, uno pensaría que esta división no se aplica a una serie de temas concretos sino al avance en sí de la Tierra: el globo terráqueo gira cuando gobiernan las izquierdas, y se queda detenido, triste en su cósmica inactividad, cuando lo hacen las derechas. Los "progresistas" están en el lado correcto de la Historia, ayudan a realizarla, y los "reaccionarios" están en el lado equivocado, la bloquean.
Ni que decir tiene que esto es una tontería: la Historia no es una categoría ética, no tiene lados "correctos" ni "equivocados", no es un proceso autorregulado que siempre progrese hacia un fin; la inevitabilidad de sus sucesos no supone la realización de lo correcto. Y esto lo estamos viendo en dos de los procesos históricos más importantes que vivimos ahora mismo en España: la derrota del terrorismo etarra y el triunfo del nacionalismo catalán. Uno de ellos sería correcto, pero nunca inevitable; el otro habría sido, posiblemente, llegados a este punto, inevitable, pero nunca correcto.
Estos dos procesos deberían hacernos reflexionar sobre nuestra propia actitud con respecto al mundo que nos rodea, a la Historia que nos está sucediendo: porque, más allá del plano ideológico, es una tentación humana universal pensar que posicionarse al lado de lo inevitable es, por definición, lo correcto; que apoyando, o al menos no estorbando, los procesos que creemos que ya no tienen marcha atrás, la Historia (en la forma, digamos, de unos nebulosos nietos de ojos brillantes) nos reconocerá como uno de los "buenos". Y no es así. Cuando las generaciones venideras alaben a los millares de ciudadanos anónimos que contribuyeron a la derrota de la ETA, no lo harán porque ayudaron a cumplir con el desarrollo de la Historia, sino porque hicieron lo correcto, incluso cuando parecía que el viento del futuro les venía tan de cara que amenazaba con doblegarlos. Y si, dentro de veinte o treinta años, los nacionalistas catalanes tienen su propio Estado, todo el peso de los hechos y de lo pasado no borrará que ellos fueron de esos que se aferran al poder a través de la corrupción, la mentira y el silenciamiento de los que se les oponían. Y que lo correcto fue denunciar todo eso, aunque la Historia acabara la noche yéndose a casa con ellos. Porque a veces la mayor virtud es oponerse a lo inevitable.