Dice Oscar Santamaría en un artículo de El Mundo de ayer que "nada simboliza mejor la política que el deporte". Es una afirmación cierta en gran parte, ya que el deporte, como la política (en democracia), es pura demagogia. Es el momento, la impresión, la reacción. Es la consagración al Olimpo y la caída en desgracia en el espacio que tarda una cámara en disparar dos veces. Público es el As aplicado a la política, Leire un Ultra Sur con derecho a estrado. Pero en el deporte podemos preguntarnos "¿Quién es mejor: Madrid o Barça, Di Stéfano o Pelé, la canarinha o la ‘roja’, Messi o Cristiano?" (ejem, Cristiano). En política nos preguntamos "¿Quién es menos malo: Zapatero o Rajoy, la falta de escrúpulos o la ausencia de espina dorsal, el paro o la corrupción?". En el deporte podemos perseguir la excelencia, orientar nuestra mente a su búsqueda y contemplación. En política nos contentamos con el mal menor.
Y es que PP y PSOE libran estos días su propio y encarnizado clásico en los medios y ante la opinión pública: corrupción versus paro, a seiscientos y pico asaltos de penaltis concedidos, autoexpulsiones y goles en propia puerta hasta que los veinte millones de árbitros que se presenten a las urnas declaren un pírrico vencedor. Un partido que se libra a la vez en millones de estadios distintos, convirtiendo nuestra capacidad de indignación en un Bernabéu propio y voluble. En los análisis de la "previa", cada bando cuenta con poderosos argumentos a favor (que son en contra): los que dicen que la corrupción del Gürtel es peor alegan que cómo se puede vender un partido como el mejor guardián de la economía cuando sus miembros se dedican a robar; que cómo se puede vender un líder como el más adecuado para tomar las decisiones impopulares que serán necesarias para sacarnos de la crisis, cuando no tiene agallas ni para echar de su partido a imputados por corrupción, cuando hasta las presuntas destituciones son como la reducción de cabezas nucleares pactada por Obama y Medvedev: "las retiramos pero nos las guardamos en el armario... no vaya a ser". Además, la corrupción provoca un desencanto ciudadano con la clase dirigente y una desactivación de la función esperanzadora de la alternativa política que provocan daños incalculables al funcionamiento de la democracia.
Tampoco les faltan argumentos (en mi opinión, mejores) a los que dicen que la corrupción es un mal menor comparado con el paro: que el daño absoluto que uno y otro provocan al ciudadano medio es comparable al de una picadura de mosquito y un zarpazo de león. Que cada euro que un ciudadano en paro pierde por consecuencia directa de la nefasta política económica del Gobierno, es un euro que ese Gobierno le está hurtando: y que si sumamos esas cantidades, las del Gürtel se quedan en nada. Finalmente, declaran que la impunidad de los corruptos es extensa (véase Andalucía) pero no total (véase Correa, Matas, Millet, Munar, Alavedra y Prenafeta), y que un número importante de ellos acaba en la cárcel, mientras que la mayor pena a la que se enfrentan los que nos han abocado a la crisis es a un retiro plácido concediendo entrevistas y contando almenas que todavía son suyas.
Este es el descorazonador camino que nos lleva al clásico en política, el camino que por desgracia va convirtiendo los rancios argumentos de los vagos y los apolíticos en razonamientos irrefutables. Al final resultará que la mayor diferencia entre el deporte y la política es que en el primero la "previa" sólo aumenta las ganas de ver el partido, mientras que en la segunda las resta.