Desde hace unos días muchos periódicos europeos –entre ellos, el español El País– están anunciando cada vez con más insistencia el inminente ocaso político del primer ministro italiano Silvio Berlusconi, quien estaría a punto de dimitir debido al escándalo sexual en el que se ha visto implicado.
Tengo que confesar que, de entrada, fui bastante escéptico. En efecto, en un país normal lo lógico sería que un presidente del Gobierno acusado de relacionarse con menores de edad y prostitutas viera su carrera política acabada, sin embargo resulta difícil comprender cómo Berlusconi pueda llegar a dimitir debido a una infidelidad conyugal si no lo hizo ni siquiera cuando se le acusaba de corrupción.
Con todo, la prudencia nunca es demasiada al comentar los hechos italianos, pues en dicha nación suelen ocurrir, ante la indiferencia general, los acontecimientos más extraordinarios y al día siguiente su exacto contrario.
Cabe entonces preguntarse qué pasaría si efectivamente el Cavaliere arrojara la toalla. Los izquierdistas de toda Europa aseguran que su ocaso político representaría el retorno a Italia de las libertades perdidas, la resurrección de los valores olvidados y una recuperación del prestigio internacional de Roma después de las múltiples humillaciones padecidas en las últimas dos décadas.
Lo cual significaría que Berlusconi es el único mal que contamina Italia, y que su desaparición sería la panacea de todos los problemas del BelPaese.
La realidad, por desgracia, es muy diferente. Ciertamente Berlusconi no es el mejor presidente de la historia de Italia, al contrario de lo que él mismo acaba de afirmar (Cavour y De Gasperi, entre otros, se habrán revuelto en la tumba), pero tampoco es un perverso dictador que ha corrompido con su infame presencia una clase política honrada y temerosa de Dios.
Todo lo contrario, Berlusconi en realidad es el digno representante de la peor clase política en la historia de la democracia. El Cavaliere no es nada más que la punta del iceberg de un sistema político marcado por dos plagas que parecen insanables: la inmoralidad y el extremismo de sus representantes.
¿Quién tomaría el poder en el dopo-Berlusconi? ¿Quiénes son estos personajes sin mancha que harían olvidar en un abrir y cerrar de ojos los tiempos ominosos del Cavaliere?
Si entre los aliados de Berlusconi figura la Liga Norte, un partido que acaba de amenazar por enésima vez con la revolución para alcanzar la secesión, entre sus contrincantes destaca por su ideología moderada el centrista UDC, que por desgracia cuenta con el mayor número de políticos condenados por la magistratura.
¿Y qué pasa en el bando de la virtuosísima izquierda? ¿Cómo se comportan los feroces críticos de Berlusconi? Curiosamente, en el mismo escándalo sexual en el que se ha visto involucrado el primer ministro también está envuelto un destacado miembro del Partido Demócrata, el ex vicepresidente de la Región de Apulia, Sandro Frisullo. Y en cuanto a los escándalos de corrupción, es evidente que la izquierda italiana –entre sobornos y uso ilícito de dinero público– ha intentado a toda costa estar a la altura de Berlusconi. Paralelamente, si el Cavaliere se ha relacionado con personajes condenados por formar parte de la mafia, la izquierda ha logrado que sus electores eligieran para el parlamento a Sergio D’Elia, un ex terrorista que estuvo en la cárcel entre otras cosas por asesinato.
Resulta curioso, además, el hecho de que hace unos días el director de El País, Javier Moreno Barber, declarara a la prensa italiana que Berlusconi se asemeja –por su forma de acometer contra los periodistas– a Hugo Chavez. Pues bien, viene al caso recordar que fueron precisamente los izquierdistas italianos de Rifondazione Comunista quienes recibieron con grandes aplausos al dictador sudamericano en ocasión de su reciente visita a Venecia.
En suma, la izquierda pretende tener el monopolio de los valores democráticos, pero a la hora de la verdad resulta evidente que –en cuanto a ilegalidad y extremismo– entre la actual derecha italiana y sus contrincantes no hay mucha diferencia.
En definitiva, el eventual crepúsculo de la estrella política de Berlusconi representaría un considerable paso adelante para el país, si bien sería un grave error presentarlo como la solución de todos los problemas de Italia. El BelPaese necesita un cambio más radical, que pasa obligatoriamente por la sustitución de una clase dirigente en la que no hay mucho que salvar. Dicho escenario, por desgracia, en estos momentos parece aún muy lejano, y aunque Berlusconi se viera obligado a marcharse, la nueva era que Italia necesita parece todavía una utopía.