El boicot es la herramienta de presión liberal por excelencia. En un mercado libre nadie está obligado a consumir un producto ni a dejar de hacerlo. Depende de nosotros, los consumidores, que una empresa tenga éxito o no. Prácticamente siempre elegimos de acuerdo a una serie de criterios directamente relacionados con el producto, como el precio, la calidad, la satisfacción de nuestras necesidades... Sin embargo, en ocasiones podemos sentirnos impelidos a incluir otras variables, como la moralidad de sus prácticas o en qué medio se anuncian. Si boicoteamos una empresa, por la razón que sea, estaremos presionándola sin necesidad de violar los derechos de nadie. Al fin y al cabo, tampoco lo haríamos si dejáramos de comprarle porque ha dejado de convencernos su relación calidad-precio.
Pero, a pesar de sus virtudes, los boicots no están exentos de riesgos. Además de que casi nunca logran su objetivo, tienen muchas víctimas colaterales. Sufren personas que no tienen responsabilidad alguna en aquel mal que pretendemos reparar. Por ejemplo, científicos o artistas israelíes pierden oportunidades de colaborar con colegas extranjeros o actuar fuera de su país, al margen de lo que piensen del problema palestino. Algunos trabajadores pueden tener que soportar insultos o acoso de los más exaltados e imbéciles o ser despedidos por la caída de la demanda. Además, en muchos casos los boicots, al margen del éxito que tengan en aquello que persiguen, sí que logran afectar a la libertad de expresión, pues habrá quien se lo piense dos veces antes de decir nada que pueda ofender a posibles boicoteadores.
Curiosamente, incluso dentro de estos parámetros, el boicot contra La Noria fue modélico. Afectó a quienes hacían directamente el programa, lo suficiente como para que finalmente fuera cancelado –si bien acabó resucitando, bajo un formato distinto–, y a la empresa, que dejó de ingresar mucho dinero. Los anunciantes, por su parte, quedaron estupendamente. Además, el boicot no atacó ninguna idea ni cohibió la expresión, sino que cargó contra una forma concreta de hacer periodismo.
Lo mejor que puede hacer una empresa ante una crisis de este tipo es atajarla lo antes posible y mirar hacia delante. Pero parece que los mismos gestores que fueron incapaces de hacerlo el año pasado han optado por seguir mostrando su estupidez. Han denunciado al bloguero que se tomó la molestia de anotar las empresas que se anunciaban en La Noria y hacer rodar la bola boicoteadora, y piden para él... ¡hasta tres años de cárcel por coacción y amenazas! Es más, exigen que se embarguen todos sus bienes antes del juicio, para que pueda afrontar las hipotéticas responsabilidades civiles.
Un boicot se caracteriza, precisamente, por no violar los derechos de nadie. Este no fue una excepción. Pablo Herreros hizo uso de la libertad de expresión –la misma que garantiza que el negocio de Telecinco exista– y de la libertad de mercado; lo mismo se aplica a quienes hicieron pública su voluntad de renunciar al consumo de ciertos productos si se seguían anunciando en La Noria. Si nuestras leyes –y los jueces que las interpretan– califican eso de "coacción y amenazas", pues... habrá que cambiarlas.
La clave es que las leyes no dicen eso. Pero eso no impedirá que Telecinco, tras perder, recurra y siga haciendo perder tiempo, dinero y salud a Herreros. Son las clásicas demandas interpuestas, precisamente, para lograr el mismo efecto que en algunas ocasiones tienen los boicots: reducir la libertad de expresión, hacer que nos lo pensemos dos veces antes de criticar al matón del barrio, a ese grandullón que nos roba la merienda en el recreo, a Telecinco.
Pero como entonces, que la jugada le salga bien a Telecinco depende de nosotros. Ya existe en internet una campaña de recogida de firmas que está logrando más apoyos que el boicot original. Si siguen adelante, ganen o pierdan el juicio, los de Telecinco perderán; si ganan, por abusones, y si pierden, por abusones vencidos por un héroe pequeño y anónimo, como en las pelis. Pero el daño principal está hecho. El ruido que se está generando ha revivido un problema de imagen que la cadena había superado. El boicot nació del hartazgo con la telebasura. Con esta demanda Telecinco ha demostrado que no es telebasura. Es, directamente, basura.