Pocas palabras como "derecho" han sido tan manoseadas durante las últimas décadas hasta lograr que pierdan todo significado. Originalmente, un derecho era algo que le pertenecía al ser humano en cuanto tal, y que ningún Gobierno legítimo podía arrebatar. Los derechos no eran creados por los poderes públicos; se limitaban a "reconocerlos" y a admitir que estaban por encima incluso de ellos.
Eran esos derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad que escribió Jefferson en la Declaración de Independencia; los derechos reconocidos en las diez primeras enmiendas a la Constitución estadounidense. Derechos que luego se llamaron "negativos", y que en realidad eran libertades. Eran las formas con que se concretaba aquello de que cada cual puede hacer lo que quiera siempre que no dañe a otro.
Pero a lo largo del siglo XX, este concepto ha ido perdiendo su significado original. Se fue pasando, poco a poco, a considerar "derecho" a todo aquello que parece deseable y bueno. Así, dado que todos necesitamos un techo donde cobijarnos, nuestra Constitución reconoce el "derecho a una vivienda digna". El problema está en la interpretación. Si miramos ese concepto con las gafas de los derechos de toda la vida, esto no significa otra cosa que los poderes públicos no pueden interferir en nuestros intentos de hacernos con esa vivienda digna. Pero si el vistazo se lo echamos con anteojos socialdemócratas, significa que el Estado tiene derecho a violar los derechos de terceras personas para proveernos a nosotros de ese bien que se considera deseable.
Así hemos llegado al extremo de que Finlandia vaya a reconocer como "derecho fundamental" disponer de una conexión de 1 Mbps a internet. Traducido al idioma de las personas normales, significa que las operadoras de telecomunicaciones tendrán la obligación de dar esa conexión a un "precio asequible" (que habrá que ver cuál es) hasta en la más remota cabaña de Laponia. Como las operadoras tienden a no perder dinero, quienes pagarán semejante dispendio serán los demás clientes. El "derecho fundamental" se desvela así como lo que realmente es: una mera redistribución forzosa de renta, ni más ni menos.
El problema es que de tanto hablar que tenemos derecho a tal o cual cosa los derechos realmente fundamentales van perdiendo entidad y confundiéndose en el barullo. La banda ancha y la libertad de expresión al final terminan siendo lo mismo. Un Gobierno que se niega a pagarle la conexión al subvencionado del PER es igual de malo que el que encarcela a los bloggers disidentes. Por eso, pese a que los políticos empleen ese lenguaje porque siempre queda muy bien eso de la "ampliación de derechos a la ciudadanía", jamás deberíamos dejárselos pasar. Porque un derecho que te "amplía" el Gobierno no puede ser nunca un derecho.