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Daniel Rodríguez Herrera

Los móviles sonando

La historia del 11-M es parte de nuestra historia, y sin la verdad nunca podremos entenderla del todo.

Supongo que todos tenemos alguna imagen, alguna escena particular en mente cuando recordamos los sucesos que nos marcan, sean particulares o de los que dejan cicatriz a una generación entera. Una figura lanzándose desde una de las Torres Gemelas. Un autobús de dos pisos como los que habré cogido tantas veces completamente destrozado. Cuando pienso en el 11-M no recuerdo ninguna de las fotos de los trenes, ni las de los heridos. Recuerdo una escena, que no vi pero muchos describieron: los forenses examinando los cadáveres en Ifema mientras sonaban los móviles de las víctimas.

A quienes hemos dudado de la verdad judicial, en todo o en parte, o de las nueve versiones oficiales que lleva publicadas El País, "intoxicadores" es lo más bonito que nos han llamado. El consenso es que somos malas personas que hacemos daño a las víctimas con el único objetivo de deslegitimar a Zapatero o, ahora que eso es difícil de sostener, de lucrarnos enmerdando el debate. Sé que muchos, no todos, pero sí muchos, creen honestamente que en lo esencial la sentencia del 11-M es la verdad. Lo único que les pido es que tengan la cortesía de no dar por sentado que quienes no estamos de acuerdo sólo podemos hacerlo por motivos indignos.

Porque ha pasado una década. Los pocos caminos que parecían llevar a alguna parte se cerraron hace años. El PSOE estuvo dos legislaturas en el poder y dio paso a quien las encuestas daban ganador en aquellas elecciones, un Rajoy a quien al menos en Libertad Digital criticamos tanto o más que a Zapatero en su día. Así que no, no buscamos la verdad por razones políticas. La buscamos porque la historia del 11-M es parte de nuestra historia, y sin la verdad nunca podremos entenderla del todo.

¿Qué ganamos? Nada material, desde luego. Durante esta década algunos han perdido su empleo; otros hemos abandonado una carrera seguramente más lucrativa y, sin duda, más tranquila. Tampoco comodidad o popularidad: estar solos –en esto como en tantas cosas–garantiza que no tendrás ni la una ni la otra. En parte, es la cabezonería de no querer que te tomen por tonto; la incapacidad de entender que a la gente le resulte imposible creer que alguien plante pruebas falsas cuando hasta la sentencia reconoció que al menos en un caso así fue. Pero no sólo eso.

Tengo mala memoria. Pero siempre queda algo de las cosas importantes, aunque sean meros retazos. A Somalo con el ceño fruncido, explicándome algún detalle que le parecía raro semanas antes de que aquel artículo sobre los agujeros del 11-M diera el pistoletazo de salida a las investigaciones sobre la masacre. Escuchar la lectura de la sentencia mientras conducía, sin poder creer lo que oía. La esperanza del vagón aún intacto. El desamparo al contemplar cómo hacían desaparecer aquella última pista, sin que a nadie más pareciera importarle lo más mínimo.

¿Qué ganamos? No puedo hablar por otros. Yo, por mi parte, que cuando me vienen a la cabeza esos móviles sonando sé que estos años he estado donde mi conciencia me decía que debía, donde se hacía lo posible por esos familiares a quienes nunca podrían ya coger el teléfono. Algunos de ellos no estarán de acuerdo; lo sé bien. Pero sé que muchos otros nunca han perdido la esperanza de que en algún momento la verdad vea la luz. Yo ya no lo creo. Y de todo lo que he hecho estos años, esa la única acusación con la que me podrán avergonzar.

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