Por distintos motivos, desde posiciones ideológicas teóricamente opuestas, lo cierto es que Donald Trump y Jordi Évole opinan lo mismo: que las exportaciones desde países asiáticos deben frenarse, cuando no parar por completo. La razón es que los costes laborales son tan bajos que nos quitan empleos aquí para crearlos allí, generalmente en condiciones que nos parecerían inaceptables a españoles y norteamericanos. Es uno de los argumentos de campaña de Trump, y la base del último programa de Salvados.
Lo curioso es que lo mismo que nos parece de una xenofobia inaceptable en el millonario americano, resulta de una calidad moral suprema cuando es el follonero progre quien nos lo suelta. Pero cuando Évole nos anima a mirar la etiqueta con la procedencia de una prenda para evitarla horrorizados si resulta que viene de Vietnam o Camboya, ¿en qué se diferencia de un político que quiere poner freno al libre comercio entre los países desarrollados y estas naciones asiáticas? En ambos casos, de tener éxito, el resultado sería exactamente el mismo: condenar a la pobreza extrema a los millones de asiáticos que están saliendo de ella gracias a la industria textil.
No hay nada más racista que viajar a Camboya a decirles a los camboyanos lo que es mejor para ellos. Cuando Jordi Évole, todo ufano, se pone a hacer demagogia a las trabajadores asiáticas sobre lo que cuesta un jersey en España y lo poco que cobran ellas, una de ellas le responde que lo que quiere no es que miremos la etiqueta de las prendas sino que compremos toda la ropa camboyana que podamos, porque así ellos tendrán más trabajo y mejor pagado. ¡Claro que sí! De ese modo se desarrolló España, se desarrolló Corea del Sur, se desarrollan China y la India. Aprovechándonos de aquello que hacemos mejor a mejor precio que los demás para obtener así de los demás lo que éstos hacen mejor a mejor precio. Se llama comercio, prosperidad, riqueza. El mundo fue pobre hasta que el capitalismo logró que la humanidad, poco a poco, saliera de esa condición. En Inglaterra, el país que lideró el cambio, les costó siglos. Ahora bastan unas décadas. Gracias a que invertimos para construir fábricas allí y luego les compramos sus jerseys y sus móviles.
Tener ropa hecha en Vietnam, Camboya o cualquier otro país pobre no es motivo de vergüenza sino de orgullo. Porque todos los miles de millones que solidariamente donamos a África no han servido para nada, pero los bienes que compramos, los Made in Taiwan o Made in China, sí están consiguiendo lo imposible: que millones de personas salgan de la pobreza cada año en todo el mundo, a una velocidad nunca vista en la historia de la humanidad. Y dan la excusa de los derechos laborales, que son ya mejores que los que tenían hace una década, y más que lo serán según vaya prosperando el país, como pasó en España y como ha pasado en todo el resto del mundo.
Ni a Jordi Évole ni a Donald Trump les importa un pimiento lo que piensen, quieran o necesiten los camboyanos reales de carne y hueso. Pero Trump al menos es sincero y reconoce que sólo mira por el bien de sus compatriotas, y por eso lo odiamos. Évole, en cambio, tiene entre manos un negocio mucho más sucio que el del yanqui: disfrazar de sincera preocupación por el prójimo lo que no es sino una pura y dura masturbación ideológica. A Évole sólo le preocupa que Évole y sus espectadores se sientan bien consigo mismos enarbolando la bandera de la indignación moral. Y si en nombre de esa bandera se tienen que llevar por delante las vidas, las esperanzas y los sueños de millones de camboyanos, que así sea. Si algo quedó claro en el último Salvados es que los pobres lo que quieren es trabajar y vendernos el fruto de su trabajo, mientras los progres pretenden impedírselo para que sigan siendo pobres y así poder sentirse muy solidarios dándoles limosna. Elija usted a quien prefiere hacer caso: yo lo tengo muy claro.