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Daniel Rodríguez Herrera

Conflicto de intereses

Una ministra de Cultura que se excluya de todas las decisiones sobre el cine tiene aún menos sentido que una ministra de Cultura que sí las tome. La conclusión está clara: González-Sinde nunca debió ser nombrada y siéndolo nunca debió aceptar.

Zapatero y su De la Vogue se llenaron mucho la boca en su momento con sus códigos de buen gobierno y demás zarandajas que supuestamente iban a impedir que el Gobierno se gastara un pastizal en campañas de autobombo y a lograr que la mujer del César, además de ser honrada, lo pareciera. Entre las muchas leyes impulsadas con este afán propagandístico estaba la que regulaba los conflictos de intereses, cuyo reglamento fue finalmente publicado en el BOE en abril.

Todo indica, pues, que la denuncia de la Asociación de Internautas contra la ministra González-Sinde es la primera que se presenta en la Oficina de Conflictos de Intereses. Al menos es la primera que ha llegado a los papeles. El procedimiento, no obstante, puede ser largo y seguramente no llegue a su final, pues después de resolverse en la propia oficina deberá ser elevado al Consejo de Ministros por el muy honrado vicepresidente Chaves, un verdadero experto en conflictos de intereses, para que sea este órgano quien decida si se actuará contra ella. Como ven, parece perfectamente previsto que jamás nadie mínimamente importante pueda ser oficialmente sancionado.

Sin embargo, la verdad es que huele muy mal que quien está dirigiendo un lobby, que además es un lobby especialmente antipático para un gran porcentaje de los ciudadanos, pase en dos días a dirigir el Ministerio al que el lobby exigía que le hicieran caso. No hace falta ser un analista política de primera línea para concluir que quizá, sólo quizá, la nueva ministra haga más caso a lo que digan los del cine, aunque sólo fuera porque su pareja y la mitad de su familia trabajan en el gremio, y ella volverá a hacerlo en cuanto deje su cargo.

Pero es que eso no es todo. La ministra ha recibido numerosas ayudas durante su vida profesional. Y naturalmente todos esos familiares son potenciales beneficiarios de las subvenciones que concederá el Ministerio de Cultura durante el tiempo en que González-Sinde ocupe la silla, sin duda de forma completamente objetiva y profesional, hasta ahí podíamos llegar. Es más, ¿cómo no pensar en que quizá, sólo quizá, parte de esas subvenciones no tengan como destino preparar un regreso a su profesión aún más fructífero que el que desembocara en Mentiras y Gordas? ¿Acaso no tenemos derecho a pensar mal, aunque no acertemos?

Dice la ministraque es bueno que no sean sólo políticos profesionales quienes accedan a altos cargos en la administración, y tiene razón. Pero si tienen tantos y tan profundos intereses personales en un sector altamente intervenido y subvencionado, no pueden asumir esa responsabilidad de gobierno. Y una ministra de Cultura que se excluya de todas las decisiones que puedan tomarse sobre el cine tiene aún menos sentido que una ministra de Cultura que sí las tome. La conclusión está clara: González-Sinde nunca debió ser nombrada y siéndolo nunca debió aceptar el cargo. Ahora sólo le queda volver al gremio subvencionado por excelencia.

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