Si fuera un joven musulmán que vive en Molenbeek, estos días me preguntaría si no soy un idiota y un pelagatos por no haberme unido a los salvajes del ISIS. Digo Molenbeek, aunque podría citar las banlieues francesas, porque ese barrio de la capital belga se está presentado en los medios como si fuera el lugar más miserable, más injusto y más falto de oportunidades para prosperar. Yo no lo conozco, pero me atrevo a decir que Molenbeek no es Somalia. Ni Yemen. Ni un shantytown de los muchos que hay en el planeta. Incluso me atreveré a dudar de que sea un barrio dejado de la mano del Estado del Bienestar belga.
Pero a lo que iba: si yo fuera. Si fuera ese joven musulmán de Molenbeek, desempleado como tantos otros jóvenes y no tan jóvenes en esta larga crisis económica, me estaría diciendo que debo de ser raro, rarito, para no haber manifestado mi frustración, mi desarraigo, mi indignación por vivir en un piélago de injusticia tan atroz metiéndome a terrorista de la peor calaña. Porque esa sería la opción natural de acuerdo con todos los intentos de explicación del terrorismo yihadista que empiezan y acaban en el viejo determinismo socioeconómico. En la idea de que el terrorismo viene a ser el grito de los desesperados.
La idea, tan plana y probadamente errada, es que las personas -los jóvenes musulmanes en este caso- se radicalizan y se dedican al asesinato, la crueldad y la barbarie a causa de la pobreza, la marginación, la injusticia, la discriminación: en definitiva, por los fallos y defectos de nuestras sociedades. Cuanto más crítico sea uno con nuestras sociedades, cuanto más las rechace, cuanto menos quiera reconocer sus logros, más se apuntará a esa explicación. Así confirma su propia visión, negativa y contraria, de la sociedad en la que vive.
Así confirma el crítico social -y cuidado quien no lo sea en grado superlativo: es un conformista inane, un legitimador de un estado de cosas intolerable- que lleva razón en su cultura adversaria. Para él, la prueba, una más, de que nuestras sociedades son intrínseca e irremediablemente injustas y malvadas es que producen terroristas. Es que conducen a los jóvenes musulmanes a los brazos del islamismo radical. Y si viven en Molenbeek, no sólo es natural que se echen en sus brazos: es inevitable.
Por supuesto que hay condiciones socioeconómicas que contribuyen al caldo de cultivo de la radicalización islamista en Europa. Pero ¿no hay más? ¿Eso es todo? ¿Son realmente las primordiales? ¿Cómo explican los que establecen nexo causal entre el terrorismo, la pobreza y la injusticia que el principal sospechoso de la masacre de París, residente en Molenbeek, sea miembro de una familia relativamente acomodada e ingresara en un buen colegio, donde no duró, por cierto, más de un año? ¿Por qué hemos de pensar que los que entran en el ISIS lo hacen movidos por las injusticias y no por el oscuro deseo de matar?
En el aluvión de explicaciones socioeconómicas, tan caras, insisto, a los flageladores de nuestras sociedades, hay muchas carencias, pero una es clamorosa: no tienen en cuenta los agravios inventados o exagerados. No siempre la percepción de injusticia y maltrato tiene fundamento real. Antes de darla por justificada, habrá que comprobar cuánto hay en ella de realidad y cuánto no. De lo contrario, se alimenta un victimismo que contribuye a la radicalización de los jóvenes musulmanes europeos. Si uno escucha un día tras otro que es despreciado, humillado, excluido u odiado por ser musulmán, tenderá a culpar de sus problemas a la sociedad en la que vive y a aborrecerla. No es el mejor camino para hacerse una vida en ella.
Estos días circula el mensaje de que "odiar a los musulmanes" juega a favor de los yihadistas. Victimizar a los musulmanes también juega a su favor. Además, despide un desagradable tufo paternalista.