El "presidente de todos y contra nadie", como rezan los carteles electorales de Touriño, se ha gastado cuatro millones de euros en la remodelación de tres salas de reuniones para sus consejeros y acompañantes. El diario ABC ha informado detalladamente del coste del mobiliario superferolítico que allí se ha introducido, pero una barrunta –tras comprobar el escaso impacto que la noticia ha tenido en la prensa gallega– que el dispendio aprobado por quien posa como venerable estadista va a encontrar menos publicidad que la alfombra que adquirió el ex presidente de Merril Lynch, John Tain, justo cuando la compañía se disponía a reducir gastos y empleos.
Que Touriño ya aprobara un gasto de dos millones de euros para redecorar su oficina y de casi medio millón para circular en un super Audi, no cambia sustancialmente las cosas. Esto es, el hecho de que el despilfarro de dinero público no provoca el escándalo general, al margen de adscripciones políticas o ideológicas. Tanto es así que Zapatero, este fin de semana en Lugo, no sólo apoyó sin reservas a su manirroto candidato en Galicia, sino que calificó las críticas a sus derroches de intentos de "denigrar la política, lo público y el gasto público" y les atribuyó malévolos y ocultos propósitos; a saber, que la derecha quiere "desmovilizar" a los votantes.
Se daba así la coincidencia de que en una misma intervención, el presidente del Gobierno advertía a los bancos de que "no es el momento de grandes beneficios" y cubría los grandes gastos en que ha incurrido Touriño con el sacrosanto manto –y mantra– de lo público. Y es que, como sabe ZP, para el buen socialista, el dinero público, cuando está en sus manos, está siempre bien usado y bien dilapidado. Le indigna más el despacho lujoso del ejecutivo de una empresa que el de un alto cargo de los suyos. Y jamás se le ocurrirá pedir que Touriño haga lo mismo que Tain, que va a reembolsar a su compañía el importe de la alfombra, la cómoda, las sillas y demás artículos.
El votante socialista ha demostrado, en nuestra historia reciente y en grado superlativo, una notable y casi perfecta impermeabilidad a la dilapidación y a la corrupción de sus dirigentes políticos. Cuando le arrincona la evidencia, busca amparo en la máxima de que "todos los políticos son iguales". Puede denunciarse un día y otro el despilfarro y comentarse largo y tendido el gusto por el lujo de los cargos públicos de la actual izquierda y de sus predecesores en el estilo de "nuevos ricos", que las coordenadas de su actitud no varían. Ser de izquierdas, condición que se ha reducido a declarativa, exonera de esas y otras culpas. En definitiva, es un lujo. Y que apechuguen con el descontento los banqueros.