Cuando los episodios grotescos se acumulan. Cuando el presidente y los consejeros cesados se fugan a Bélgica mientras la Fiscalía anuncia querellas por rebelión y sedición. Cuando el virtual edificio de la proclamada república se viene abajo como un castillo de naipes. Cuando los partidos que declararon y celebraron la independencia no saben qué inventar para justificar que irán a las autonómicas del 21-D, demostrando así que ni siquiera ellos reconocen lo que declararon y celebraron. En fin, cuando ha pasado todo eso, es fácil olvidar lo cerca que estuvieron los golpistas de salirse con la suya.
Entre el 29 de septiembre y el 3 de octubre estuvieron muy cerca. Aquel viernes 29 de septiembre se hizo patente, durante la rueda de prensa del Consejo de Ministros, que el Gobierno de España estaba en la inopia. Sí, había enviado a efectivos de la Policía y la Guardia Civil a Cataluña, y establecido un dispositivo de coordinación con los Mossos para impedir, tal como rezaban las órdenes judiciales, que se votara el 1 de octubre. Pero había ya indicios para sospechar que los responsables de los Mossos no iban a llevar a cabo las órdenes, y nada se hizo en previsión de esa falta. Bueno, sí, el portavoz Méndez de Vigo bromeó con las urnas compradas en los chinos. Eso fue definitivo: en la inopia.
La actuación in extremis de la Policía Nacional y la Guardia Civil el 1-O fue impecable dadas las circunstancias. Pero no hubo nada que hacer frente a las imágenes que sirvieron para nutrir el relato de la represión de pacíficos ciudadanos que sólo querían expresar su opinión en las urnas. "España aporrea a Cataluña": ese era el relato que querían apuntalar los separatistas. Esa fue la trampa en la que cayó el Gobierno. Y con él, la causa de frenar el golpe. Fue así como los golpistas pusieron a su favor a gran parte de la opinión pública internacional, y en la propia Cataluña. Muchos catalanes no independentistas vieron excesivo el uso de la fuerza y, en todo caso, no aprobaron para nada la actuación de Madrid.
Así son las cosas en la era de la imagen, de las fake news y de la postverdad. Pero son así. Y frente a aquella realidad virtual que emergió de la trampa del 1-O, el Gobierno fue incapaz de defender su propia actuación, y la de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Quedó noqueado. El 2 de octubre, Barcelona y otras ciudades catalanas se llenaron de manifestantes contra "la represión". No sólo eso: en localidades donde estaban alojados policías y guardias civiles se hicieron manifas contra ellos. Se forzó a los hoteles a echarlos y a muchos establecimientos a no atenderlos. Se los acosó e insultó. Hasta hijos de guardias civiles sufrieron escarnio en las escuelas. No fueron episodios anecdóticos ni políticamente irrelevantes. La expulsión de las "fuerzas de ocupación", que era el objetivo perseguido, habría supuesto que el control del territorio estuviera en manos de los golpistas.
Es curioso cómo empezó la resistencia al golpe. No creo que haya muchos precedentes. Porque empezó en defensa de la Policía Nacional y la Guardia Civil. Empezó en las localidades de donde se les quería echar, cuando vecinos no separatistas fueron a apoyarles. Al principio, grupos pequeños, después más grandes. Y la tarde del martes 3 de octubre varios miles de personas recorrieron el centro de Barcelona con banderas españolas gritando "¡No estáis solos!". Fueron hasta el cuartel de la Guardia Civil de Travesera de Gracia. Allí se oyó por primera vez: "¡Esta es nuestra policía!". Pero la novedad importante fue esta: aquellos actos espontáneos demostraron que había en Cataluña ciudadanos dispuestos a oponerse activamente a los golpistas, y a romper silencios y tabúes impuestos desde hacía mucho tiempo.
Aquella noche, salió el Rey. Su discurso marcó el punto de inflexión en la actitud del Estado. Su intervención tranquilizó a los españoles que veían con enorme inquietud el progreso del golpe, dio aliento a los ciudadanos de Cataluña contrarios a la ruptura y dejó claro a los golpistas que se usarían todos los instrumentos constitucionales y legales para pararlos. Puede que a Mariano Rajoy no se lo tomaran muy en serio. Al Rey había buenos motivos para que sí.
El punto de inflexión se hizo cambio de tendencia el 8 de octubre. La manifestación en Barcelona convocada por Sociedad Civil Catalana fue la definitiva ruptura de la espiral de silencio. Ya era imposible para los separatistas mantener la ficción, tan largamente elaborada, de que ellos y sólo ellos eran Cataluña. Más aún: en ese instante se percibió con meridiana claridad que el triunfo del golpe era imposible. Era imposible imponerlo contra la mitad de la población. Para entonces ya se había encendido otra alarma, otra señal de la imposibilidad. Empezó la salida de empresas de Cataluña, de empresas emblemáticas. Sólo desde el fanatismo más recalcitrante se podía negar la evidencia.
En política, en una democracia, yo no soy muy partidaria de la épica. Tampoco estoy entre los que creen que la sociedad debe estar perpetuamente movilizada. Pero esto no quita que reconozca lo que he visto. Lo que hemos visto. El golpe lo han parado, antes que nadie, los ciudadanos. Los ciudadanos de Cataluña, para ser precisos. Los ciudadanos de Cataluña que no quieren dejar de ser españoles. Los ciudadanos, pues ellos son los ciudadanos, que no están dispuestos a que aquellos que tienen el poder se salten la ley y la democracia para imponer su voluntad, provoquen el enfrentamiento y empobrezcan a la mayoría.
En la mañana del 3 de octubre, las cámaras de algunas teles mostraron a un señor que caminaba por el centro de Barcelona quitando carteles y pegatinas, octavillas y pancartas, esteladas y otras piezas de propaganda separatista que habían dejado por todas partes los manifestantes de la víspera. Iba él solito y pensé: vaya, aún queda un ciudadano en Barcelona. Un urbanita cívico y valiente, una rara avis. Pues no. Quedaban muchos otros. Muchos más. Cierto, no todo está hecho ni ganado, aún habrá pruebas por las que pasar. Pero ya hay que agradecer a los ciudadanos de Cataluña su indiscutible protagonismo en la resistencia a este dramático golpe que ha sufrido la democracia española. Tres hurras por ellos.