Es sabido que nombrar a España es un tabú extendido en España, y que su transgresión se castiga paseando al reo con el cartel de franquista, ya que también es sabido que a España la inventó Franco. Así las cosas, no cuesta imaginar la consternación que ha causado Wert al regodearse en la infracción más allá de lo concebible. Nunca nadie había osado ir tan lejos, y con ese insolente desparpajo, como si lo que decía fuera natural. Pero qué disparate. ¡Españolizar en España! Eso no se le ocurre más que a un totalitario redomado, como ya ha puesto de manifiesto alguna portavoz del otro gran partido español. Los socialistas, naturalmente, están muy a favor de catalanizar, galleguizar, euskaldunizar o lo que corresponda. Tanto que en ocasiones superan, con su fervor de conversos, a los mismos nacionalistas. Pero españolizar, uf, qué asco, qué trasnochado, qué nacionalista, qué anti y pre constitucional.
Yo sé que esto lo saben las portavoces, pero no estará de más recordar cuál es la diferencia entre el catalanizar del nacionalismo y el españolizar del ministro. El catalanizar nacionalista significa, como demuestra la práctica, un repudio absoluto a España y al idioma español, que se traduce en su extirpación del imaginario de los alumnos. Una de las muchas debilidades del nacionalismo es que necesita negar –y odiar– para ser algo. En contraste, el españolizar del ministro, como se desprende de su declaración, no entraña rechazo alguno al idioma catalán y a Cataluña, sino todo lo contrario. El nacionalismo quiere borrar a España de Cataluña, mientras que el ministro no quiere borrar a Cataluña de España. El nacionalismo excluye, España integra. El nacionalismo uniformiza, España sostiene la pluralidad. Ésa es la diferencia. Y lo constitucional. Mírese Valenciano la sentencia del TC sobre su Estatut: contrario a la Constitución es que se expulse a la lengua común de las aulas.
Consuélense las afligidas portavoces: ha habido neofranquistas en todas partes. Se puede decir, sin gran exageración, que esos neofranquistas construyeron la República francesa, la Francia que hoy conocemos y que ellas, sin duda, admiran. Así, hicieron franceses de millones de campesinos que, incluso un siglo después de la Revolución, no hablaban francés y no tenían la menor idea de que eran ciudadanos de una tal nación francesa. El proceso lo estudió al detalle el historiador Eugen Weber. Las carreteras, los trenes, el servicio militar, la escuela obligatoria, todo ello los convirtió en franceses. Ningún respeto tuvieron aquellos neofranquistas por la diversidad lingüística. (Ni tienen, porque ahí siguen: aferrados al centralismo y a una sola lengua). Bien. Mientras eso ocurría en Francia, en España se era español porque no se podía ser otra cosa. En este siglo nuestro, ya es cosa a ocultar y de la que avergonzarse, según las portavoces.