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Cristina Losada

Privatícese la temeridad

Al parecer, esos cooperantes no se fían del Estado cuando les advierte del peligro que corren. En cambio, confían en que, si les capturan, el Estado hará todo cuanto esté en su mano por recuperarlos sanos y salvos.

Varios cooperantes españoles repatriados de los campamentos de Tinduf, más sus respectivas ONGs, reclaman al Gobierno que explique los "motivos concretos" por los que les ha recomendado regresar. Tal vez desean que Exteriores les enseñe planes detallados de secuestro interceptados a bandas armadas y les revele, a mayores, quiénes son las fuentes. Al parecer, esos cooperantes no se fían del Estado cuando les advierte del peligro que corren. En cambio, seguro que confían en que, si les capturan, el Estado hará todo cuanto esté en su mano por recuperarlos sanos y salvos. A fin de cuentas, es lo que ha venido haciendo durante los últimos años. Fueran peregrinos solidarios, fuesen pescadores del atún, los gobiernos han pagado sumas principescas por la liberación de rehenes y ése es buen motivo concreto por el que un español, igual que otros occidentales, es pieza codiciada por piratas, terroristas y delincuentes.

Hace nada, regresaban a casa, tras nueve meses de cautiverio, dos cooperantes que fueron secuestrados durante una estancia en Tinduf. No hay duda de que se ha pagado por ellos, aunque, por razones obvias, ni se reconoce el pago ni se hace pública la suma. Añádase que el rescate suele completarse con la puesta en libertad de algún preso por terrorismo. Así las cosas, la industria del secuestro es un negocio redondo para los señores de la guerra que actúan bajo la bandera de Al Qaeda, las tibias y la calavera o una de conveniencia, que, en realidad, todas lo son. Sufren, en ocasiones, alguna pérdida, pero en términos de coste-beneficio, el secuestro de occidentales resulta para ellos una inmejorable vía de financiación. El círculo vicioso queda, pues, trazado y cerrado. Los gobiernos ceden porque no pueden dejar a esos ciudadanos a su suerte, ni la opinión pública lo consentiría; pero, al pagar, financian a las bandas y les proporcionan incentivos para secuestrar.

Los cooperantes son gente de buena voluntad y mejores intenciones. Ninguna de las dos cosas está, a priori, reñida con la inteligencia. Cualquiera con dos dedos de frente entiende que arriesgarse en tales condiciones es una temeridad. Una que no sólo pagan ellos personalmente y que funciona como multiplicador del peligro. Si no fuera así, ¡adiós problema! Que vayan todos cuantos quieran al Sáhara, a Mali y a donde les plazca, pero antes... Antes, reúnan fondos para pagar rescates, contraten a negociadores y hagan lo que sea preciso para no necesitar la ayuda del Estado cuando los bandidos se los lleven. Privatícese la temeridad, privatícese la estulticia, y entonces, y sólo entonces, desobedezcan a gusto las alertas.

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