Si las Olimpiadas fueran una forma de negocio, sospecho que no se habrían celebrado nunca. En ese aspecto, el de la cuenta de resultados, no ofrecen ninguna garantía. Las hubo que fueron buen negocio y las hubo que fueron ruinosas. El riesgo que entraña cualquier inversión alcanza ahí cotas escalofriantes. De tratarse de un evento destinado a arrojar beneficios económicos claramente mensurables para la ciudad que lo organiza, mejor dejarlo pasar. Si el objetivo que justifica su organización es ganar dinero hay vías mucho menos inciertas de lograrlo.
Desde un punto de vista estrictamente económico, las Olimpiadas no deberían celebrarse. Son, casi seguro, un perfecto despilfarro. Los presupuestos que se presentan al principio luego se duplican o cuadruplican sin que se sepa bien cómo. Los visitantes nunca son tantos, los puestos de trabajo tampoco, y así podemos seguir con el argumento economicista hasta cansarnos.
Escribía aquí José García Domínguez sobre el fiasco económico que han sido las Olimpiadas de Atenas o de Londres (por no hablar de aquellas de Atlanta), auguraba el mismo desastre para Madrid y desaconsejaba la empresa, alertando sobre nuestros niveles de endeudamiento. Vaya, vaya, vaya. Pero ¿no ponderan los keynesianos, entre los que se cuenta mi ilustre colega, las bondades de un chorrito extra de gasto público en tiempos de recesión?
Sea como fuere, los que sólo miran los gastos y los retornos pierden de vista un pequeño detalle: los Juegos no se hacen por su contribución al Producto Interior Bruto. Lo mismo sucede con otras muchas actividades humanas cuyo beneficio económico es muy dudoso, cuando no francamente inexistente. De haberse puesto a sopesar el papa Julio II si recuperaría -¡y cuándo!- el dinero que costó la decoración del techo de la Capilla Sixtina, no tendríamos los frescos de Miguel Ángel. Que se sepa, Felipe IV no nombró pintor de la Corte a Velázquez pensando en cuánto podría vender después sus cuadros.
El arte y la cultura difícilmente se hubieran desarrollado de haber prevalecido el criterio de pura rentabilidad. A lo largo de la Historia, se ha derrochado dinero –de particulares, del Estado– en esa clase de actividades inútiles que, a pesar de ello o justo por ello, son parte irrenunciable de la civilización y del ser humano. En el fondo, todas esas inútiles ocupaciones en que nos enredamos son juegos. Son la manifestación del Homo ludens que acompaña, para bien, al Homo faber. Y ahí entroncamos con el deporte, porque el deporte también lo es: es un juego. Juegos Olímpicos, dice bien el nombre.
¿Que las Olimpiadas son más circo que pan? Vale, pero es que también necesitamos el circo. No sólo de pan vive el hombre.