Al leer del ataque terrorista en la sala Bataclan, el más mortífero de los perpetrados el viernes por la noche en París, me he retrotraído a otra sala, a otro concierto de rock y a otro lugar.
Estábamos en 2001, poco después de los atentados del 11-S. La sala era mucho más pequeña que la parisina y el concierto lo daba un grupo más modesto que el californiano Eagles of Death Metal. El cantante, entre tema y tema, hacía chistes sobre la caída de las Torres Gemelas y Ben Laden. Todo el mundo reía las ocurrencias. Todo el mundo veía lo sucedido en Nueva York con una enorme distancia y despreocupación. "No nos afecta, no es nuestro problema", decía el eco de los chistes y las risas. Incluso decía algo más sórdido, que hacía repulsivo el distanciamiento: "Los americanos, en el fondo, se lo merecían. ¡Si es que no habían sido ellos! ¿O no era Ben Laden criatura suya?".
No pude seguir allí. Me marché y me marché pensando en la estupidez fundamental de aquellas personas. ¿Cómo no percibían el significado de lo sucedido? ¿Cómo no se daban cuenta de que inevitablemente les afectaba? Aquel terrorismo islamista que había hecho una carnicería en Estados Unidos no atacaba a Estados Unidos solamente, no castigaba solamente a Estados Unidos por tales o cuales actos. Lo que atacaban los yihadistas era nuestra forma de vida. Sus enemigos eran la libertad y la democracia. Todos estábamos amenazados. ¿Cómo no veían que ellos mismos, los que estaban en la sala tomando copas y echando unas risas a cuenta del asesinato de miles de personas, eran prácticamente los primeros a los que se cargarían unos fanáticos islámicos?
Aquella ceguera no la padecían en exclusiva unas docenas de personas reunidas en una sala. Cada día después del 11-S fue confirmando que estábamos ante una huida de la realidad compartida por miles, por millones de personas, en el mundo occidental, democrático, libre. No era fruto de la ignorancia ni era únicamente fruto del miedo, pero era, en todo caso, una ceguera voluntaria. El movimiento contra la guerra de Irak fue la exhibición masiva de aquella temprana y sórdida reacción: "No es nuestro problema". Con el importante añadido: "Ni queremos que lo sea".
En los catorce años transcurridos y a lo largo de la serie de ataques islamistas perpetrados en ese lapso, la tentación de huir de la realidad no ha dejado de presentarse. Lo ha hecho en cada ocasión y lo hará ahora. También, por supuesto, bajo esa forma masoquista de la autoinculpación. Con tal de no afrontar una realidad perturbadora e incómoda, nos hacemos culpables de ella. Porque si somos nosotros los que de verdad, en última instancia, disparamos y ponemos las bombas que matan a nuestros conciudadanos, aún lo podemos arreglar sin arriesgarnos. Porque si el terror islámico es culpa de nuestra mala conducta con los países árabes, de nuestra falta de integración de la población musulmana o de que nuestros gobiernos atacan a los terroristas, entonces cesemos de hacer todo eso, y el terrorismo se acabará.
Tal vez esta gran evasión, que no practica todo el mundo, pero sí muchos, se origine en el espejismo de que la paz, la libertad y la democracia están aseguradas, pueden darse por descontadas, y que no exige nada, ningún esfuerzo, ningún sacrificio, preservarlas. Nunca fue así, no lo es tampoco ahora. No hay que ver enemigos por todas partes, pero hay que ver y combatir a los que lo son. Como hay que saber que si algo alimenta y perpetúa el terrorismo es someterse a él. Cuanto menos se lo quiera provocar, más espacio y más poder adquirirá.
Desde París, como antes desde tantos otros lugares donde el terrorismo parece adueñarse por un instante de nuestro mundo y de nuestras vidas, sólo llega un mensaje que los asesinos deban oír: nuestro mundo, nuestra libertad y nuestras democracias prevalecerán. Podrán matarnos, sí, pero nada más.