El enésimo intento de reforma de nuestro sistema educativo se pone en marcha en circunstancias que abonan una visión economicista tanto de las necesidades como del papel de la enseñanza. Se dice así que los recortes que han de hacerse por imperativo de la crisis ponen en peligro la calidad de la educación. Es la crítica fácil y populista del PSOE y los sindicatos, fundada en la muy extendida idea de que a más inversión, mejor enseñanza. Que el argumento es simplista, luego engañoso, lo demuestran los resultados. Han sido malos y han llegado a pésimos hasta en los más cercanos tiempos de bonanza, cuando un presidente prometía un ordenador por alumno como gran avance. Se puede invertir más dinero en educación sin que su calidad mejore. Quienes ahora culpan preventivamente a los ajustes de una merma de la calidad no dieron señal alguna de inquietud ante los síntomas de degradación preexistentes. Carecen de autoridad moral.
El marasmo económico ha alentado otra noción convencional que considera la enseñanza como una suerte de industria auxiliar destinada a incrementar el crecimiento de un país. Ahí, la eficacia de la educación se mide en términos de PIB y su justificación reside en cuánto aportan sus productos, esto es, los titulados, a la prosperidad de la nación. Pero también esta idea de que existe una relación directa entre la educación y el crecimiento peca de simplismo. De ser cierta, resultaría inexplicable que países que contaban con tasas de alfabetización bajas crecieran más que otros con tasas altas, como ocurrió en Asia. O que Suiza haya podido mantener un nivel de riqueza y productividad envidiables con un índice de universitarios que fue, durante largos años, muy inferior al de otros países desarrollados.
En el extremo, esa posición economicista llevaría a suprimir, por inútiles para el objetivo del crecimiento, materias como literatura, historia, filosofía y, por qué no, la tanda de humanidades entera. Claro que los individuos aspiran legítimamente a disponer, gracias a sus estudios, de una vida más próspera. Pero no se podrá reducir la educación a mera pieza de la política económica sin menoscabar su papel de transmisora de una herencia cultural y una urdimbre civilizatoria. Hay razones no vinculadas a la productividad para que se aprenda, al menos, tanto latín como gimnasia. Aunque en nuestro caso, me temo, estamos todavía en la fase previa: conseguir que se aprenda algo.