
Hay argumentos de peso para adoptar una posición y la contraria sobre una intervención militar en Siria. Argumentos, digo, no prejuicios. Prejuicio es el rampante antiamericanismo, que nunca aparece al desnudo, sino velado por alusiones a intereses bastardos. ¡Como si no hubiera también bastardos del otro lado! O la vieja letanía de que Occidente carece de legitimidad moral, por la colonización, por lo de Irak, porque no ha impedido los cien mil muertos de la guerra siria, porque le ha vendido armas al dictador o por lo que fuere. Vale. Démosles razón a los prejuiciosos y suspicaces, que después de hacerlo el problema sigue ahí, como el dinosaurio del cuento de Monterroso.
El problema no es sólo de Obama, ni sólo fruto de sus errores, ¡ojalá! Despojado de la maraña circunstancial, reducido a su esqueleto, lo que tenemos delante es un dilema moral. Uno que el mundo democrático, el mundo civilizado, ha tenido que afrontar más de una vez y tendrá que afrontar muchas más. Lo primero es que cualquier persona de bien rechaza, naturalmente, que se gasee a niños y mujeres. Lo segundo es si está dispuesta, esa misma persona, a que se emplee la fuerza para castigar a quienes traspasen los límites que también han de existir en la guerra. Es ahí, en ese segundo escalón, donde el mundo civilizado se tienta la ropa y, por unas u otras sólidas razones, se inclina a relegar sus impulsos humanitarios. Y, cuidado, también su propio interés.
Pocas veces habremos tenido una situación que se define por tal discrepancia aparente entre nuestra conveniencia y nuestros valores. ¿Qué se nos ha perdido en Siria? Lo que nos conviene es no enzarzarnos. Incluso puede argüirse, y se ha hecho con solvencia, que el interés del mundo democrático es que el conflicto siga y debilite a ambos bandos –puesto que ninguno es bueno– y a sus respectivos padrinos. Dicho sin paños calientes: dejar que se maten entre ellos y tratar de aliviar el sufrimiento de la población. La actitud Poncio Pilatos mitigada por la Cruz Roja.
Son preferibles los que apelan claramente a la conveniencia, a la Realpolitik, que los que enmascaran la misma posición –desentenderse– con alegaciones morales sobre las maldades de Occidente y las maquinaciones de Estados Unidos e Israel, acompañadas de los lamentos habituales. Tampoco esos aspavientos permiten eludir la cuestión. O se hace algo contra quienes gasean a civiles o no se hace nada. Se podrá discutir la estrategia: si un ataque limitado, si armar a los rebeldes más presentables, si sanciones. Pero antes habrá que encarar el dilema.
Es verdad que no podemos intervenir siempre que haya masacres de civiles en una guerra. Es cierto que la operación que planea Obama no detendrá la carnicería siria. Es evidente que entraña riesgos. Pero también los entraña el cruzarse de brazos. Dejar pasar, de nuevo, el uso de armas químicas contra la población civil no sólo supone una renuncia a los estándares morales del mundo civilizado. Abre la puerta a que vuelva a ocurrir.
No hay en el menú ninguna solución perfecta. Ni siquiera lo sería una intervención en toda regla, con invasión y derrocamiento. Lo que propone Obama son unos misiles pedagógicos a fin de darles una lección a Asad y a quien tenga la tentación de usar armas químicas. Sólo una señal, un gesto, una acción simbólica. Sólo eso, sí, pero dentro de lo imperfecto, que es lo real, la menos mala de las opciones.