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Cristina Losada

Los pequeños polpotianos

Qué más querían los aficionados a la ingeniería urbanística, tan vinculada a la ingeniería social, que disponer de esa oportunidad para hacer tabla rasa del legado recibido y cambiar a capricho la faz de las urbes.

Durante la Gran Depresión, en los Estados Unidos, brigadas de hombres se dedicaban a arreglar las calles. Se popularizó entonces la expresión "sacar y volver a colocar". Las obras eran un pretexto para abonar un subsidio a los parados. Pero, al menos, los adoquines extraídos retornaban a su sitio y las calles no sufrían extrañas metamorfosis. Dígale usted hoy a un gobernante que mantenga las cosas como estaban y si acaso las mejore un poco. Le tomarán por loco. Muchos de los que rigen los destinos de las urbes ambicionan dejar su impronta en ellas a través de una completa transformación de su paisaje. Qué digo transformación. Quieren que a las ciudades no las reconozca ni la madre que las parió, que diría Alfonso Guerra.

Se ha criticado el plan E desde la perspectiva económica, pero no se ha evaluado el daño que se inflige con las obras financiadas por ese proyecto de maquillaje. Qué más querían los aficionados a la ingeniería urbanística, tan vinculada a la ingeniería social, que disponer de esa oportunidad para hacer tabla rasa del legado recibido y cambiar a capricho la faz de las urbes. Ante todo, de sus centros, que son los escaparates elegidos para exhibir los experimentos. Cierto que el plan de Zapatero sólo ha venido a agravar una patología existente, contagiosa y muy costosa. Hace tiempo que la utopía de la planificación urbana total, el delirio de rediseñar empezando desde cero, sirve de trampolín político para alcaldes tipo Gallardón y especies similares.

Uno sale a la calle un día y encuentra, por ejemplo, que el corazón de la urbe se ha convertido en una explanada pétrea de aspecto pueblerino por la que ya no pueden circular automóviles. La peatonalización, que ahora cursa bajo el nombre de humanización, ha dejado de ser un medio para constituirse en fin. Es un dogma que no precisa otra justificación que apelar a la sagrada causa de lo ecológico. Se aplica aun cuando el resultado sea privar de vida y bullicio a una zona, aunque la despoje de sus rasgos urbanos. Es más, eso es lo que se pretende. Que la ciudad no parezca una ciudad. De eso se trata. Hay, en las fantasías remodeladores al uso, una aversión a la urbe apenas oculta. Ya vio el genocida Pol Pot que en las ciudades estaba el mal y expulsó de ellas a todos sus habitantes. Nuestros pequeños polpotianos intentan destruirlas desde dentro.Stadluft macht frei, decían los alemanes de la Edad Media que huían del campo y las servidumbres feudales. No por casualidad coincide el odio a la ciudad con un rechazo a la civilización.

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