El Gobierno ha decidido no actualizar las pensiones para compensar la inflación y el clamor general le acusa de incumplir la palabra dada. Tiene razón el clamor, pero a mí me parece más grave que el partido de Rajoy diera aquella palabra. Fueron, por resumir, dos: sacarlas del congelador donde las metió Zapatero y no tocarlas. Ninguno de esos compromisos era sensato. Todos los países intervenidos, Grecia, Portugal e Irlanda, han tenido que congelar o reducir las pensiones. No por sadismo de sus gobernantes, que son conscientes, además, del precio que se paga por ello en las urnas. Tampoco porque el directorio de la eurozona, en su malvado –y supuesto– neoliberalismo, quiera liquidar el Estado del Bienestar. Sencillamente, no hay país en quiebra que pueda aspirar a financiarse sin tocar uno de los capítulos más importantes del gasto público.
El Partido Popular hizo ver que no era necesario que los pensionistas realizaran sacrificios, y ahora ha perdido la cara. España está bajo una intervención suave, si se compara, pero sigue en el filo de la navaja y tiene un compromiso prioritario con la reducción del déficit. Desde Moncloa y Génova podrán escudarse en la herencia recibida. Pero junto a ese legado cargan con otro que es suyo. La promesa de conservar las pensiones tal cual, bien lejos de la nevera, tiene su origen en el rechazo frontal del PP al miniajuste que hizo Zapatero. Poseídos por una fiebre populista, los de Rajoy llegaron a decir que si avalaban la congelación no podrían mirar a sus padres a los ojos. Llevados por una corriente cínica, dieron por sentado que, con tal de echar a aquel Gobierno inepto, era lícito entregarse a la demagogia. Era la filosofía de "primero ganar, y luego se hará lo que tenga que hacerse".
A resultas de todo ello, nos encontramos con esto: en el curso de la crisis económica más grave que ha sufrido España en nuestro tiempo, los dos grandes partidos, los de Gobierno, mintieron. ¿Que uno más y otro menos? De acuerdo, pero el matiz importa poco a estos efectos: al efecto político demoledor de que se haya tratado al votante como a un menor de edad, al que hay que taparle los ojos, como en el cine a los niños, ante los aspectos crudos de la realidad. Esta persistente conducta no sólo resta credibilidad al PSOE y al PP. Eso es lo de menos. La peor consecuencia de tal engaño sistemático es la deslegitimación del sistema político. No es que todos sean iguales, como reza el latiguillo, es que ya todo da igual. El caldo de cultivo para los antisistema.