Uno puede declarar la guerra, pero si la mitad de sus generales cambia de bando, sólo un loco mantendrá el órdago. Silvio Berlusconi tiene espantosos defectos, pero no es ningún loco, así que ha dado el paso atrás. Un paso atrás que, con el histrionismo acostumbrado –ese gesto de taparse las lágrimas tras anunciar que apoyaba a Letta–, ha presentado como una súbita conversión a la responsabilidad política. Un repentino sentido del Estado que nadie se puede tomar en serio de quien ha puesto repetidamente a Italia al borde del abismo, como si quisiera arrastrarla en su propia caída.
El teatral giro de Berlusconi ha sido un repliegue ante la realidad. Una realidad política definida, ante todo, por la insólita rebelión en el seno de su partido. Pero más allá, por el también novedoso elemento que un día antes del último regate destacaba el principal periódico económico del mundo, el Financial Times: "Berlusconi ha perdido el poder de impresionar a los inversores". Esta vez los mercados dieron por sentado que la situación se reconduciría y no castigaron en demasía a la deuda italiana. Por decirlo con la canción del recientemente fallecido Jimmy Fontana, il mondo gira sin Berlusconi. Ha perdido (el) poder.
Para un dirigente caudillista, esa circunstancia, la de que el mundo no gira en torno a él, equivale a un certificado de defunción política, aunque hay cadáveres políticos que gozan de larga vida y la desberlusconización de la política italiana no será para mañana. No lo será, precisamente, por la singularidad del fenómeno. Berlusconi no ha sido un dirigente más de un partido. Ni siquiera un dirigente más de un partido italiano acechado por escándalos de corrupción a los que, en su caso, se añaden escándalos sexuales. Ni Craxi, que se exilió, ni Forlani, que fue condenado, ni Andreotti, acusado de corrupción, mostraron el desprecio insultante por la Justicia de que han hecho gala Berlusconi y su camarilla.
La singularidad viene de origen, de la raíz populista del berlusconismo. En los años noventa, la corrupción generalizada y el hartazgo con la clase política condujeron al colapso de los partidos que configuraban la vida política italiana desde la postguerra. De aquellas cenizas emergió Berlusconi, un empresario, un magnate, un outsider, como alternativa a la cochambre de la vieja política. Procesos similares hubo por entonces en Venezuela, con Chávez, y en Rusia, con Putin. Todos esos hombres providenciales, que fueron vistos como ajenos a las elites políticas tradicionales, cambiaron las reglas del juego para suprimir controles, debilitar a la oposición y perpetuarse en el poder.
Sucede que aquellos que llegan al poder como oponentes del sistema se sienten hiperlegitimados para modificarlo a su conveniencia, así como para desafiar al Estado de Derecho y al conjunto de instituciones y normas, que es lo que ha venido haciendo Berlusconi. Sí, echar a los de siempre es la parte fácil del asunto. La difícil es encontrar a unos sustitutos que no sean peores.