Le enviaron el motorista al jefe del CNI. El motorista era la figura legendaria que en el franquismo notificaba el cese a los ministros. En democracia han dimitido pocos. Casi ninguno. Cae, de vez en cuando, una cabeza cuando ya está muy podrida. Con Zapatero han caído dos aficionados a la caza. Resulta que el poblado socialista tiene surtido de señores que responden al estereotipo, por ellos mismos cultivado, de miembros de la "clase dominante" de la dictadura. El hijo del mecánico, puesto al frente de los espías por Bono, el hijo del tendero, tiene gustos de señorito. Pero el asunto no es de gustos ni aficiones, y sobre todo, no es asunto de clases, sino de castas.
Es una casta que se cría en las autonomías menos aireadas y luego se junta en los altos puestos del Estado. Sus miembros vienen enseñados a tomar el cargo como un instrumento de sus asuntos privados. No es que confundan lo privado con lo público, sino que toman lo público como prolongación de lo privado. Tal perversión no es infrecuente, pero entre los socialistas abunda. Los más conspicuos defensores de la público son también los que más se dedican a aprovecharlo y saquearlo. Y es que su exaltación de lo público parte de un desprecio por lo privado siempre que sea ajeno. El dinero público no es de nadie y los cargos están para hacer favores al partido, a uno mismo, a los amigos y a la familia.
Puede que Saiz leyera en El espía que surgió del frío que "el trabajo de espionaje tiene una sola ley moral: se justifica por los resultados". Pero entendió mal a Le Carré. Hizo del CNI un servicio doméstico. Un chollo. Lo mismo servía para limpiarle la piscina, que para el cuidado de la patata gallega; para cubrir sus excursiones de caza y pesca que para retocar de forma chapucera una foto a fin de salvarle la cara; para pinchar las conversaciones telefónicas de la asistenta de un amigo que para darle un sueldo a un policía del caso Bono. Y, cómo no, para contratar a familiares, que la familia es la famiglia. O hacer la declaración de la renta. O pasar por el polígrafo a los agentes para ver quién estaba filtrando las noticias de sus excesos.
Se queja el dimitido de un acoso mediático y reitera que todo lo publicado es falso. No habría entonces motivo para cubrir con el manto del secreto las facturas y documentos que, según él, todo lo aclaran. Esta casta de estilo caciquil no está acostumbrada al escrutinio público. Sobrevive sin grandes problemas en el ecosistema cerrado de la taifa. Eso refuerza su sensación de disfrutar de blindaje. Cuando llega a la capital persiste en sus hábitos de conducta, los amplía incluso. Pero fuera del feudo protector, ay, la ley del silencio no rige.