Es ya un lugar común referirse al déficit de democracia en España, pero se habla mucho menos de la existencia de un déficit de comprensión de la democracia, fenómeno que también resulta visible aquí. Hoy, esa segunda carencia se observa de modo espectacular en quienes ocupan, a modo de poblados chabolistas, las plazas de algunas ciudades, provistos de un surtido de reivindicaciones que guardan con la política la misma relación que las chuches con la repostería. Pero no son ellos los únicos ignaros del lugar ni, desde luego, los de mayor relevancia. Y a estos últimos no cabe concederles la circunstancia eximente del desconocimiento.
La progresiva transformación de las democracias parlamentarias en democracias de partidos y la degeneración de éstas en partitocracias, al extender los partidos su ámbito de actuación hasta colonizar el Estado y parte de la sociedad, es el mar de fondo que precipita los riesgos de deslegitimación del sistema. Pero, junto a ello, se dan excentricidades que remachan la percepción de la inutilidad de las instituciones elegidas democráticamente. Un caso, en España, es ya tradición. Así, viene siendo norma, gobierne quien gobierne, aunque ha gobernado más la izquierda, que el marco legislativo laboral se sustancie al estilo de un Estado corporativo o de la emparentada democracia orgánica que trató de articular el franquismo.
El invento bautizado como "diálogo social" dispone que sean los empresarios y los trabajadores, o por mejor decir, sus organizaciones respectivas, los que diriman asuntos del calibre de una reforma laboral y una negociación colectiva. En otras palabras, los gremios elaboran las leyes que les afectan. Ni que decir tiene que el procedimiento facilita al Gobierno de turno un escapismo muy querido: que decidan ellos, que yo me lavo las manos. Y si hay un Ejecutivo proclive al escaqueo, como el de Zapatero y Rubalcaba, tanto más recurrirá al rol de Poncio Pilatos y a esconderse en el buenismo del diálogo. La cuestión, sin embargo, no es si ese trasunto de Sindicato Vertical funciona, ni cuánto tiempo se pierde hasta que el Gobierno haya de pringarse él solito. La cuestión es la legitimidad. Y el resultado, la marginación del legislativo que, como su nombre indica, para algo de eso está.
Ahora que hasta Concha Velasco reconoce que cantó para Franco –a diferencia de quienes persisten en fabricarse un impoluto pasado antifranquista– no pasaría nada por aceptar que se han heredado costumbres gremiales y corporativas de aquel régimen. Y acabar con ellas.