En su primera visita a Sevilla como presidente del Gobierno, Felipe González fue recibido en el aeropuerto por el policía que le había detenido en 1974. La anécdota le serviría al líder socialista para describir y recomendar -por ejemplo, al disidente checo Václav Havel- el modelo de transición a la democracia que se había realizado en España. Una transición sin traumas, como se decía entonces, que descartó, entre otras cosas, la purga de quienes habían pertenecido a la policía política de la dictadura (la BPS). Ni la hizo Suárez ni la haría González.
Tres décadas y pico después, vuelve el interés por un sujeto que se distinguió en el maltrato a los detenidos, más conocido por Billy el Niño. Recuerdo bien la primera vez que le vi. Tres estudiantes de Políticas, yo la más novata, acabábamos de ser detenidos después de un intento de asamblea abortado por la Policía. Cuando nos llevaron al furgón, él estaba allí. Valoraba el resultado de la cacería mientras hacía sonar un manojo de llaves. Un tipo delgado, rubio, de ojos claros y el aire de aniñado sadismo que le había dado el apodo. No sé si quien se lo puso había visto la única foto que se conserva de Billy the Kid, el pistolero, pero dio en el clavo.
González Pacheco no fue, como se ha escrito estos días, el social más temido del franquismo, por pura razón de edad. La dictadura duró cuatro décadas. Obviamente hubo otros. A principios de los setenta, en Madrid, el de peor fama era aún el comisario Conesa, del que se dice que Billy era discípulo. Cuando yo le vi, no debía de tener más de 26 años. Era sólo unos años mayor que los estudiantes. Aún le vería otra vez en la Dirección General de Seguridad. Me interrogaban dos policías funcionariales, meros burócratas, cuando apareció. Le gustaba exhibir su poder de aterrorizar. Aunque negué que hubiera estado en la asamblea, pasé 72 horas en los infectos calabozos y me pusieron una multa de 50.000 pesetas, que era dinero en la época, y que nunca aboné. Pero uno de los codetenidos, que confesó su asistencia, seguramente a golpes, pagó aquel tremendo delito con dos años de cárcel.
Billy el Niño dejó la policía a principios de los ochenta. Hoy es un jubilado. Imagino que ninguno de los que padecieron sus malos tratos podrá olvidarle ni perdonarle, y espero que nadie decente defienda su conducta. No todos los de su oficio se propasaban como él. Pero esto es una cosa y otra distinta es juzgarle ahora, como algunos de los por él torturados quieren hacer a través de la Justicia argentina. No es sólo que la Ley de Amnistía lo impida explícitamente, que lo impide. Es que esa ley fue la expresión de una voluntad. Una voluntad de las fuerzas políticas que era reflejo de la voluntad de la gran mayoría de los españoles de cerrar una etapa y de abrir otra.
La Ley de Amnistía no obliga a nadie a perdonar a los policías torturadores ni a los asesinos de ETA que también se beneficiaron de ella. No se legisla sobre los sentimientos. Lo que selló aquella ley, que el 15 de octubre cumple 35 años, fue otra cosa: fue un acuerdo para enterrar la dictadura, la Guerra y el guerracivilismo. Fue la tapa del féretro de todo eso. Esto supuso exigirles una renuncia tanto a las víctimas de tipos como Billy el Niño como a los familiares de asesinados por etarras. Se trataba de impedir la recaída en una espiral interminable de represalia y venganza. ¿Quién quiere provocarla?