España es un país plural, dice el lugar común. Falso. España es un país singular, y una de sus singularidades es que carece de un gran partido de derechas. En las democracias más antiguas y asentadas, existen partidos de derechas, pero aquí no y ello por haberlo decidido así los políticos de derechas a lo largo y ancho de las últimas décadas. Pongamos, aunque no se trata de un caso excepcional, al actual dirigente del Partido Popular. Meses atrás, en una entrevista, dijo que no era de izquierdas. ¿Era, entonces, de derechas? No, señor. Se proclamó independiente. Este domingo en La Razón, Rajoy confesaba que no le importa que digan que es de derechas. ¿Por qué debía importarle? Ahí está el quid de la cuestión. Debe importarle porque así lo han decidido los políticos de izquierdas. Lo cual confiere un significado de fondo a lo que de otro modo sería asunto de superficie.
Mientras la derecha política no quiere por nada del mundo llevar con orgullo la etiqueta de derechas, su adversario luce con obscena ostentación la insignia de la izquierda. Ese marbete constituye su más preciado capital, pues ha logrado inculcar el miedo a la derecha y en la derecha. Para los políticos con rótulo de izquierdas resulta trascendental mantener vivo ese temor absurdo y por ello se dedican todo el tiempo a identificar a la derecha como derecha y a mancharla con un profundo desprecio. Cuanto más trata la derecha de pasar por otra cosa, más se aplican sus rivales a ese ejercicio de definición y desprestigio. No puede faltarles el enemigo y siempre lo fabricarán, por mucho que la bête noire se disfrace de osito de peluche.
Los políticos de derechas se refugian en la vacuidad del centro conscientes de que en España importa mucho y para mal ser de derechas. Tanto es así que cuando los encuestadores del CIS preguntan sobre la adscripción ideológica, las personas de derechas prácticamente no existen. El descrédito de la marca derecha ha tenido un éxito indudable, pero ese triunfo se ha podido alcanzar gracias a la colaboración de quienes, a su pesar, la representan. Asumen que han de ocultar su condición, que han de huir de esa denominación como de la peste, y de esa manera contribuyen a perpetuar el círculo vicioso.
Sellan su destino por escapar de él: tendrán que negar siempre su identidad política. Lo que, por otro lado, no incomoda en demasía a los conservadores, que sienten aversión por la politización excesiva y la discusión teórica. Pero hace tiempo que la política se juega en el ámbito de las ideas articuladas y en ese campo de batalla, el sentido común y la tradición, que son la sustancia de la derecha, están en franca desventaja. Así, podrá ganar aquélla por desgaste del contrario, mas sus etapas de gobierno serán meros interregnos en la era socialista.