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Cristina Losada

La cadera de la discordia

El estado de la cabeza debería importar más que el estado de la cadera, pero la tiranía de la imagen repudia solapadamente al enfermo. Es lo que hay.

 El estado de la cabeza debería importar más que el estado de la cadera, pero la tiranía de la imagen repudia solapadamente al enfermo. Es lo que hay.

La frecuencia con la que el jefe del Estado ha tenido que pasar por el quirófano en los últimos tiempos –cinco veces en año y medio, pronto seis, como se informa cumplidamente–, más las subsiguientes convalecencias, plantea cuestiones de orden práctico muy razonables. Ahí el debate sobre una regulación más amplia del papel del príncipe heredero o la conveniencia de una abdicación, acto que se ha vuelto habitual en algunas monarquías parlamentarias, como Holanda, aunque no es costumbre en la más antigua de ellas, la británica, que sólo ha conocida una: la de Eduardo VIII, el tío de la actual reina. De hecho, a los efectos traumáticos que tuvo aquella abdicación atribuyen expertos en los Windsor que Isabel II, de 87 años, no haya pasado el testigo a su hijo Carlos.

Hay, sin embargo, otro plano en esta cuestión, que no tiene que ver con la monarquía y sus reglas y sí con la enfermedad. Porque la sociedad contemporánea se presenta como especialmente volcada en impedir que los enfermos, los inválidos o los discapacitados sufran marginación. Pero, al mismo tiempo, en el terreno de la vida pública, allí donde la imagen lo es (casi) todo, donde la apariencia juvenil y el dinamismo son valores absolutos, la enfermedad o la invalidez pueden representar un estigma y provocar, más o menos disimuladamente, un rechazo.

Naturalmente, hay enfermedades que incapacitan a un personaje público para realizar sus funciones. No es ésa la discusión. No está ahí ese rechazo visceral, inconsciente y doctormengelista. Pero existe. Porque existía, mantuvo Mitterrand como secreto de Estado durante más de una década el cáncer que le diagnosticaron poco antes de llegar a la presidencia de la República francesa, en 1981. ¿Hizo bien en ocultarlo? No, máxime cuando había prometido total transparencia sobre su estado de salud. Pero temía, y con razón, que al revelarlo se le extendiera el certificado de defunción política. Quizá han cambiado algo las cosas, y para bien, de modo que una política como Esperanza Aguirre pudo anunciar que iba a operarse de un cáncer sin que se discutiera su capacidad para continuar en la vida pública.

Aún así, la preponderancia de la imagen alcanza tales cotas que cabe dudar si un político en silla de ruedas, como Franklin Delano Roosevelt, habría sido elegido presidente en la era de la televisión. Cierto, Wolfgang Schäuble está en silla de ruedas y es ministro del Gobierno alemán. Pero vayamos a la nuestro: cuando Fraga, en su última campaña electoral, tenía problemas de movilidad, el PSOE, por boca de Blanco, acusó al PP de "utilizar a un incapacitado" y no ahorró pullas sobre su edad. El estado de la cabeza debería importar más que el estado de la cadera, pero la tiranía de la imagen perdona mal los traspiés, aparta a los viejos y repudia solapadamente al enfermo. Es lo que hay.

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