Ya están aquí los efectos del accidente nuclear de Fukushima. Aquí mismo, entre nosotros. No en la calidad del aire, el agua y los alimentos, sino en la calidad del pensamiento. Pueden ahorrarse los de Greenpeace acciones de marquesina como las que acaban de oficiar en las sedes del PSOE y del PP. Aunque no querrán: de algo hay que vivir. Y, además, el socialismo los recibe con los brazos abiertos, que ni está para perder clientela ni desconoce el encanto del catastrofismo. Pero, insisto, aun sin retablos vivientes del apocalipsis, la especie se transmite boca a boca e igual de columna a columna. He perdido la cuenta de las piezas periodísticas que coinciden en advertir que hasta aquí hemos llegado, que así no podemos continuar, y que la supervivencia de la Humanidad depende de que pongamos freno a nuestra insaciable sed de energía. O, viene a ser lo mismo, al crecimiento. Vuelve, en fin, el denostado Club de Roma.
Las célebres previsiones del informe del Club de Roma y entre ellas, notablemente, la que predecía el agotamiento de las reservas de petróleo en 1992, fallaron, es verdad, pero una profecía incumplida no desanima al creyente, como demostró el clásico estudio de Festinger. Siempre encuentra el camino para justificar el fracaso y adaptarse a él. Y siempre renace con nuevos ropajes la visión del final del mundo. Así, rebrota ahora, abonada por el incidente en Japón, y alerta de que consumimos demasiada energía, no para que la ahorremos mientras dure la carestía del petróleo, como ha mandado el Gobierno, sino a fin de que reduzcamos su uso ad aeternum. Pero, ¿cuánto es demasiado? ¿A qué debemos renunciar? ¿Al secador de pelo, a la lavadora, al coche, al avión, a la aspiradora? ¿Tal vez al modesto ordenador? ¿A todo? Se echa en falta concreción y sobra moralina, que de eso van tales admoniciones, en definitiva.
Al fondo de las prédicas alarmistas hallamos a dos viejos conocidos: el sentimiento de culpa y el primitivismo, recurrente vía de escape a la complejidad de la civilización. Empleamos "demasiada energía" y somos sancionados por tan mala conducta con accidentes como el de Fukushima, un castigo extra por robar el fuego de los dioses. Por ello, hemos de regresar a la vida simple, natural y tranquila: a la Arcadia feliz que nunca existió. Fuera bromas. El ecoprogresismo está a punto de descubrir el quinqué.