En el debate entre once candidatos a las presidenciales francesas, celebrado en la noche del martes, Emmanuel Macron pronunció unas palabras que a algunos les sonarán. "El nacionalismo es la guerra", le dijo a Marine Le Pen, y agregó: "Yo soy de una de esas regiones que están llenas de sus cementerios". Se refería al Somme, donde se libró una de las más terribles batallas de la Primera Guerra Mundial. Macron citaba, en realidad, a Mitterrand, quien dijo o, mejor, exclamó que "el nacionalismo es la guerra" en el último de sus discursos, el que dio en el Parlamento Europeo en 1995, en Estrasburgo. Hace un par de años fue Hollande quien rescató la frase. Lo hizo también en la Eurocámara, en una intervención que compartió con la canciller alemana, Angela Merkel.
No todo el mundo en Europa ha olvidado cuáles fueron –y cuáles son– las consecuencias del nacionalismo. No todos han olvidado tampoco que la Unión Europea asienta su origen en la voluntad de evitar la espiral de odio y el clímax de enfrentamiento que el nacionalismo es capaz de engendrar. Puede que muchos europeos vean a la UE sólo como un proyecto de integración económica, dispensador y garante de prosperidad, y por esa visión incompleta han dejado de apreciar a la Unión a raíz de la crisis. Es inquietante que caiga en el olvido aquella primera esencia política del proyecto europeo, dando quizá por sentado que nunca podrá volver a ocurrir lo que ocurrió. Cierto: la historia no se repite. Pero es peligroso subestimar el potencial dañino del nacionalismo.
El nacionalismo ha vuelto a levantar cabeza en Europa. Lo ha hecho en el instante en que la Unión dejó de ser identificada con el bienestar económico, y ha resurgido en forma de hidra políticamente transversal: tiene cabezas de izquierdas y de derechas. Ni unas ni otras hablan ya exactamente el lenguaje del viejo nacionalismo. Apelan, sí, a los viejos sentimientos, pero no se entregan del todo a las exaltaciones de antaño. Hoy prefieren hablar, por ejemplo, de "recuperación de la soberanía nacional". Han incorporado el lenguaje de la democracia, pese a que el nacionalismo, por su propia tendencia excluyente, colisiona con el pluralismo de la democracia.
Es interesante que fuera Macron quien recuperara la advertencia de Mitterrand, y que lo hiciera frente a Le Pen, que representa una de las modalidades del nacionalismo que compiten en primera línea en suelo europeo. Ambos tienen visos de ser los candidatos que pasarán a la segunda vuelta de las presidenciales. En ellos se personifica, con mayor nitidez que en sus rivales, lo que está en juego para el futuro de la Unión, para los ciudadanos de cada país de Europa. A Macron se le reprocha su centrismo, sus ambigüedades, su falta de consistencia ideológica. No se le podrá hacer el mismo reproche a Le Pen. Pero la consistencia ideológica no es, per se, una virtud. Algunos de los peores, de los más homicidas regímenes políticos de la historia se construyeron desde firmes consistencias y coherencias ideológicas. Aquí y ahora, la consistencia virtuosa es tener claro, como lo tiene Macron, que al nacionalismo, sea el de Le Pen, sea cualquier otro, no hay que darle ni un resquicio. Ni agua.