No hay que esperar milagros políticos. No los hay. La única fe que se puede tener, en materia tan terrenal, es fe en la razón. No era fácil tenerla en estas elecciones autonómicas catalanas. Unas elecciones que no eran anómalas por el hecho de que algunos de los candidatos estén en la cárcel o prófugos en Bruselas, como tanto lagrimean los separatistas, sino por los hechos. Exactamente por los hechos que condujeron a esa tropa a los tribunales y a la prisión provisional: el golpe que dieron desde septiembre hasta octubre. De ahí, del golpe, tan cercano en el tiempo que era imposible pasar página, la gran incógnita sobre el comportamiento electoral.
El separatismo había mostrado a lo largo del lustro de monocultivo del procés que disponía de un electorado rocoso y reacio a reconocer la realidad. Por no decir fanatizado, que también. ¿Quedaría ahí alguna brizna de razón? ¿Alguna capacidad para aprender de la prueba y el error? ¿Algún resto de responsabilidad? La campaña de los partidos separatistas no se propuso incentivar ninguna de esas cosas, sino las contrarias. Fue un derroche de mentiras, victimismo y vindicación del golpe. Un compendio agravado de lo peor del lustro procesista. Para evitar cualquier desencanto –y su efecto más frecuente, la abstención–, tenían que evitar el encuentro, aunque fuera efímero, con la realidad y la responsabilidad.
Ni los de Puigdemont ni los de Junqueras, por no hablar de los cupaires, dieron señales de corregir el rumbo. Cierto que apenas hablaron de su proclamada república, ficción que quedó para uso de la CUP, quizá porque mentarla evocaba la ridícula espantada de los líderes y la irrealidad dañina de todo cuanto hicieron. Pero negaron descaradamente todos los perjuicios reales que causó su delirio aventurerista, incluidos los infligidos a la economía. Y lejos de asumir la falta de apoyo a su golpismo en Europa como un mentís a sus bravuconadas sobre el respaldo que iban a tener, subieron el tono de la bravata y metieron a la UE en el saco de los no democrátas.
En Sangre y pertenencia, Michael Ignatieff dice que la democracia no es "un antídoto eficaz frente al nacionalismo". Los fantasiosos, constata el liberal canadiense, son más atractivos que los que dicen la verdad. Para Ignatieff, el nacionalismo es un idioma de fantasía. De fantasía y de evasión. También lo es de hostilidad. En estas elecciones, la enorme dificultad era sacar de la fantasía, la evasión y la hostilidad a una parte de casi dos millones de votantes de los tres partidos separatistas. ¿Se avendrían a lo razonable en aras, si no de la convivencia democrática, al menos de la prosperidad y la seguridad? Y aquellos votantes estratégicos del separatismo, los que apoyaron el procés esperando que funcionara como chantaje, ¿iban a bajarse del carrilet estrellado?
La respuesta a la primera pregunta es evidente en los resultados electorales: no. La puesta a prueba de la fantasía separatista en la realidad, ese ensayo que afortunadamente no pudieron continuar, no ha hecho recapacitar sino todo lo contrario. El cierre de filas y de mentes ha sido total. De todas las malas noticias que podían traer las elecciones, se ha dado quizá la peor: los partidos separatistas suman, si unen fuerzas, la mayoría absoluta del Parlamento. La otra parte de la incógnita atañía a los no separatistas, un cuerpo de votantes más heterogéneo, ubicado principalmente en zonas urbanas que la ley electoral castiga, al tiempo que beneficia a la Cataluña profunda, y profundamente nacionalista. ¿Irían a las urnas masivamente? ¿Su participación permitiría remontar el obstáculo de la norma electoral? La respuesta a la segunda pregunta es visible en el reparto de escaños: no. La buena noticia es que el partido más votado en Cataluña, y el partido con más escaños, es un partido no sólo constitucionalista, sino opuesto al nacionalismo como Ciudadanos.
El proceso separatista creció en el imperio de la mentira. Su enloquecido golpe fue la apoteosis del engaño. Pero no hay que engañarse: todo ha sido engaño y autoengaño. Hay ahí una larga convivencia y connivencia con la mentira que hace que el separatismo catalán pueda sobrevivir casi indemne a la puesta en evidencia de sus engaños. Pero la mentira no deja de ser mentira porque triunfe. Ni el golpe separatista deja de ser un golpe porque sus autores obtengan un porcentaje de votos. Las urnas no avalan ni pueden avalar la vía insurreccional. No está claro qué querrán hacer, pero está claro qué es lo que no pueden hacer. Frente al imperio de la mentira está el imperio de la ley. Aunque vistos los resultados, bien pueden decir, como dijo en una ocasión Engels: "Por el momento, la legalidad nos favorece tanto que tendríamos que estar locos para abandonarla". ¿Lo estarán?